SPIRAL II

HOSTIAS NEGRAS 

¿Qué hace ese tío ahí? En la penumbra del bar, esparrancado sobre dos sillas... ¡Es un negro, un negro de grandes ojos redondos!
¿Un senegalés?
Sí... Lleva unos días viniendo por aquí. Se gana la vida vendiendo discos piratas por la noche. Llega pidiendo el favor de sentarse sin consumir nada, porque al parecer su religión se lo prohíbe, eso dice, y así se queda.
A esos senegaleses que deambulan por la ciudad a veces los pillan los policías con las manos en la masa.
Hay gente que sostiene que los vagabundos no poseen códigos de conducta.
Y comenzamos a hablar de África, de los países negros que quedan más cerca del sur de España. Hablábamos de África y sus naciones negras y yo sentía un poco de vergüenza porque no sabíamos casi nada de África.
Me acordé entonces de ese gran poeta senegalés que llegó a ser presidente de la República del Senegal: Léopold Sédar Senghor, muerto hará unos diez o doce años...
El senegalés seguía con la mirada puesta en su otro mundo, cualquiera le hubiera podido tomar por un muerto.
Senghor escribió en el París ocupado por los nazis Hostias negras... “África se ha hecho acero blanco, África se ha hecho hostia negra, para que sobreviva la esperanza del hombre... Escucha el silencio bajo las cóleras inflamadas, la voz de África que planea por encima de la rabia de los largos cañones... Señor Dios, perdona a la Europa blanca que durante cuatro siglos de luces ha vertido la baba y los ladridos de sus perros guardianes sobre mis tierras...”
Y de repente, como si alguien la hubiera aguijoneado por la espalda, se irguió aquella mole negra, recogió su mercancía y salió del bar piafando...
Como si los dos hubiéramos estado rezando hasta la hora de la muerte del sol.


SPIRAL I

Murciélagos


         Siempre creí que no escribiría nada sobre el asunto. Pero el aliento de nuestra República de Almendros, sus árboles desnudos, los chicos de la calle del Wolfram, las mujeres que venden fruta en la plaza de Abastos, esos suburbios del oeste, los bosques y las aldeas y esa niebla azul...

       ¿Es una caterva de murciélagos la que ha posado sus membranas sobre todo lo que me rodea?


         Se ha interpretado mal la marcha de nuestros pueblos y ciudades hacia el Océano Paradisíaco. ¿Qué habéis pensado hacer entonces durante el largo invierno? ¿Cuánto tiempo hemos de permanecer con los ojos extraviados?

                   Vendrán y enturbiarán todas las superficies.

      Paseando por la orilla del parque, tropecé con un adolescente que llevaba un pájaro muerto entre las manos. Y todo este paisaje que ahora se endereza parece que nos mancha, como una premonición de tiempos más sombríos. Como si una caterva de murciélagos hubiera posado sus membranas sobre todo lo que nos rodea.

ENTRE RÚSULAS Y BOLETOS


       Me hubiera gustado ser uno de esos buscadores solitarios que andan estas tardes de noviembre por las florestas del Bierzo cogiendo boletos, macrolepiotas, níscalos, matacandiles y otras especies de hongos cuya rareza, cuyo perfume, parecen brotar de la melodía de sus nombres.

       Debe de ser un placer muy excitante descubrir en la falda de una montaña una floración de oronjas –las famosas ‘amanitas de los césares’–, tan bellas y delicadas, y tan exquisitas, según la tradición. Debe de sentirse uno muy alegre e importante al encontrar en los linderos de un pinar un corrillo de hongos de pie azul, y acariciar entonces su sombrero violeta oscuro, sus láminas finas y apretadas, su fibroso pie cilíndrico y elástico. Descubrir una floración de setas mamelonadas en un bosque del Bierzo profundo será como descubrir una floración de tersos pezones en una playa oculta del Cantábrico.

      Y sin embargo casi nada sé sobre su brevísima vida sexual, sobre su complicada química, sobre su tremenda y fascinante mitología. Cada vez sé menos de las cosas más sencillas y esenciales de la vida.


       Es proverbial la monstruosa belleza de las setas, su prodigiosa riqueza de colores y de sombras. ¿Por qué entonces algunos sentimos una especie de pavor atávico ante una simple y graciosa seta?

      No suelen ocupar las setas amplios espacios en las grandes obras de la literatura. Lorca, en ‘El rey de Harlem’ de su Poeta en Nueva York, nos dibujó un ‘viejo cubierto de setas’ que iba a donde lloraban los negros ‘mientras crujía la cuchara del rey y llegaban los tanques de agua podrida’.

      Son aún más raras las aventuras amorosas entre los hongos, las seducciones de jóvenes o adultos que van a buscar setas y huelen por primera y última vez el misterio del musgo y la madera. Hay en Anna Karénina una escena de erotismo entre las setas que al recordarla todavía me conmueve...


        Es una tarde de sol y atonía otoñal en los linderos de un bosque de abedules y Varenka, con su cesta bajo el brazo, con su toquilla blanca sobre sus negros cabellos, está visiblemente emocionada ante la posibilidad de que el hombre que la acompaña, Sergio Ivanovich, le pida su mano. Pasean los dos entre niños y hongos, entre rúsulas minúsculas, setas de pie azul, de pie violeta y boletos blancos. El rubor y los ojos 'caídos' de Varenka delatan la fuerte agitación que la consume. Se han alejado de los niños, han quedado al fin solos. Y cuando él se ha decidido ya a declararse, sucede que por una extraña asociación de ideas –¿o acaso por influjo de los hongos?–, en lugar de de­cirle lo que piensa, le pregunta:

–¿Qué diferencia hay entre el boleto blanco y el boleto áspero?

      Los labios de Varenka tiemblan de emoción al contestarle:

La cabeza no difiere apenas, pero el tallo sí.

     Y es entonces cuando ambos comprenden y aceptan que todo ha terminado, que el ‘momento’ ha pasado, que lo que debía decirse no se dirá ya nunca.

OCTUBRE


     Octubre es una ciudad decadentista y sedante, una capital como Lisboa al atardecer ofreciéndote la mano para que leas en su palma unas líneas de Pessoa. Siempre que paso por Pessoa me queda un cierto malestar político, un cansancio grande, anarquista, y el sur de una geografía en que se alza un poco triste Ponferrada. También las sombras más pobres y polvorientas de Lisboa ascienden hasta aquí, hasta estos barrios del oeste –La Placa, Cuatrovientos, Flores del Sil- algunas tardes de octubre.

       Octubre es una calle que se pierde en una queja, una calle que comienza en un rumor de barra, cruza un puente y unas vías, y refleja en su melancolía terminal estas viejas y venerables tabernas del barrio alto de Ponferrada, donde casi ayer cantábamos nuestra lealtad al Sil y al recio pensamiento de la izquierda agitadora.

      Y es una casa tenebrosa, octubre es una casa muy antigua y muy extraña, una casa en la que habita un hombre que sabe hablar al borde del acantilado con las espumas que suben desde el mar. Siempre que trepo hasta esas cumbres de la mano de Lovecraft, me asaltan estas viejas casas de una sola planta, sucias, con puertas y ventanas cerradas a canto y cal, que flotan aún en la putonlírica espiral de Ponferrada. Una hay en la calle Lago de la Baña que cada vez que me quedo mirándola en la noche me responde con el gemido largo de un huido en la posguerra.

     Octubre es una encina solitaria, una encina en todo su  esplendor como la encina americana de Walt Whitman, símbolo insobornable de todos los indignados y rebeldes del mundo. Siempre que me asomo a las lomas de su bárbara Louisiana se alzan frente a mí estos árboles del Bierzo Alto y Bajo derrotados, la consternación de todos sus bosques perseguidos. 

      Y es ese gato salvaje que se cuela en los cuentos bercianos más antiguos, siempre al acecho de cualquier roedor que penetre en la ciudad con fines delictivos. Todavía ayer lo vi merodeando por las colinas del este de Ponferrada, y sus saltos de tigre enajenado, ay, qué presagiaban...

      (¿Quién está detrás de ti?) 

   Octubre... y continuar buscando en el Libro de los Desasosiegos, oh mis amigos amantes de Pessoa y de todas las Lisboas que existen en el mundo. 

LOS CHICOS DE LOS QUE HABLO...


    Los chicos de los que hablo escuchan a veces al presidente de mi nación. Tienen entre veinte y treinta y cinco años, queman buena parte de su vida en el purgatorio rural, no les preocupa el nombre de su generación. Uno trabaja de tornero para una mina, otro se prepara duramente para ser funcionario de prisiones, las ideologías les importan menos que la estética del rap o la economía sumergida, los chicos de los que hablo a veces oyen hablar al presidente de mi nación.

    Se encandilan los fines de semana con sus chicas, se santiguan en el bar y juegan entonces al tute y al mus, y entre tubos de cerveza se envían por sus móviles mensajes de amor y estruendosas carcajadas. La poesía oficial les suena a funestos ruidos metafísicos, sólo si aparece alguna estrella por el suelo se emocionan como lo haría uno de esos profundos poetas oficiales. A veces sacrifican animales domésticos, y a la noche los asan en parrillas junto al río y me convidan.

     Los chicos de los que hablo meditan sobre su suerte cuando ven hablar al presidente de mi nación. Uno trabaja de soldador en Asturias, otro es policía y en sus ratos de ocio cuida de dos asnos de raza zamorana: llama a la burra Amparo, y el burro le atiende por Talibán. Reconocen que son adictos al sueño, si se ha abierto la veda salen a cazar jabalíes, regresan casi siempre de los bosques con una nueva doctrina ecologista.




      Porque el catolicismo en general les importa mucho menos que la higiene de las montañas y los ríos, desde niños están enganchados al opio del fútbol y de las pantallas, cuando bailan se doblan las calles y los puentes.

    Y hay tardes que salen por esos campos de Dios con un tractor en busca de aventuras bucólicas, y en el remolque van cantando canciones incomprensibles, saludan eufóricos a los viejos de las aldeas por donde pasan como si regresaran victoriosos de una guerra, asustan con sus himnos a los perros, tiemblan las cigüeñas de los campanarios. Y les gustaría aprender inglés, disfrutar cuanto antes de una buena vivienda barata y personal, navegar gratis con banda ancha por los inframundos de Internet, a veces no se creen nada de lo que les promete el presidente de mi nación.

      Pescan una trucha y antes de matarla la besan en los ojos, son capaces de llevar la cuenta de los pecados del pardal en primavera, no es cierto que hagan todo lo que les sale de las pelotas, los chicos de los que hablo apuestan por la ideología dura de la madrugada. Y cuando alcanzan las cumbres del delirio, gritan consignas indígenas en dialectos muy extraños, muerden la tierra y se abrazan a las amapolas, mantienen su fe inquebrantable en los mitos del sexo y la amistad.

     No ven por ninguna parte el pregonado resquebrajamiento de España, retuercen la boca cada vez que oyen hablar de los moros y cayucos, a veces no entienden el discurso del presidente de mi nación. Porque los chicos de los que hablo llevan nombres romanos y judíos, nombres castizos y paganos como Dulio, Basilio, Jesús, Saúl, Daniel... Habitan en un pueblo de montaña que dilata su letargo junto a un río...

    Los chicos de los que hablo a veces no reconocen al presidente de mi nación.


TRAVESÍA DEL CUBISMO



    Las primaveras llegaban de la mano de los locos del arte y los amores imposibles. Ellos se encargaban de proclamar a los cuatro vientos de la urbe el advenimiento de la estación más revolucionaria...

      Y aquella primavera llegaba a Ponferrada con el rumor de que el cadáver de una lavandera había aparecido flotando en el Sil a la altura del balneario de la Fuente del Azufre, y con la grata noticia de que el perdido Marqués de Carracedelo, derrotado por la nostalgia de la primavera berciana, había regresado de París en el expreso de la noche anterior.

-La bohemia no se halla vinculada fatalmente a la pobreza-, les dijo el Marqués a los trovadores y políticos que se hallaban poetiqueando alrededor de un brasero en el casino La Tertulia. De sus gloriosas andanzas durante siete meses por la ciudad más bella del mundo ya les iría contando, porque primero iban a tener que contemplar el cuadro más grotesco, maravilloso y brutal que jamás había pintado un artista español. Y extrajo entonces de su pulcra billetera un recorte de revista parisina:

-Mis respetables amigos, he aquí una estampa auténtica, una fiel reproducción en cuatro colores de... ¡¡¡Las señoritas de Avignon!!!

    Y se la fue mostrando a los allí presentes como si de una joya de la época del general Riego se tratara, frunciendo su bigote juvenil y fanfarrón, resaltando con ronca voz triunfal que había conocido a don Pablo Picasso en el Moulin Rouge, ustedes ya saben, y que con él había compartido noches y mujeres como de otro mundo, sencillamente un genio...




-Pues estas cinco señoritas desnudas que ahí ven, estas cinco prostitutas de Barcelona, van a cambiar el rumbo del arte occidental-, apostilló el Marqués.

-Esto es obra de un ácrata terrorista-, replicó indignado el alcalde de la ciudad.

    El párroco de la Encina ya se había levantado de su sillón para ir a purificarse a la calle, cuando el edil de Fomento, hidalgo con barbas de castrón y fama de calavera, rompió el claroscuro sentimental en que habían caído exclamando:

-¡¡¡Pero si la que está tumbada es la Cachorra de la Puebla!!!

    Así que mencionó el edil el apodo barriobajero, volvieron todos a observar con grandísima admiración el ibérico rostro de aquella ramera descalabrada que, antes de emigrar a Barcelona, había estado prestando servicios en una pomposa mancebía de la carretera de Orense. 
       No había ya ninguna duda: ¡¡¡Era la Cachorra de la Puebla!!! Ahí estaba, inmortalizada por Pablo Picasso en una escena que iba a revolucionar la historia del arte, Les demoiselles d'Avignon. Sí, aquí está la Cachorra, tumbada con el brazo derecho doblado tras la cabeza, en un prostíbulo multirracial y cubista catalán, y qué más da que sea catalán, el caso es que la imagen de una ponferradina quedará grabada para siempre en la retina artística de todos los españoles...

-De modo que habrá que convocar concejo, señor alcalde-, dijo entusiasmado el Marqués de Carracedelo- y enviar una comisión a París para hacerle saber al señor Picasso que le estaríamos muy agradecidos los vecinos de Ponferrada si nos autografiase una copia de Las señoritas de Avignon, que colgaríamos en este impecable salón. Y si no hay inconveniente yo mismo, que conozco muy bien el París de la belle époque, podría comandar dicha comisión, señor alcalde, al fin y al cabo tengo nobles instintos bohemios... ¡¡¡Soy un pelagallos con alma aristocrática!!!



CON WINNY DE PUH

     Salí a pasear por el oeste de la ciudad, a sentir de nuevo la trepidación de noviembre sobre los puentes del ferrocarril. Ya no iba buscando ese Café donde batir con satisfacción la espuma última del día. 

    Hay momentos en que para pensar Grandes Pensamientos acerca de Ponferrada no hay Nada como ponerse a pensar sobre un puente del ferrocarril. Las calles se meten más adentro. El mundo se hace un poco más esquivo. Y entre uno y otro pensamiento... ese gesto de agarrarse a la baranda de acero inoxidable y quedarse mirando a los raíles que estrangulan las estrellas.
 
     Pero no es posible pasarse ahí toda la noche. No es posible posarse toda una vida incierta sobre un puente del ferrocarril. Traté entonces de encontrar una refutación de esas geometrías insensibles que acribillan la ciudad, ese rascacielos, dios mío... Un puente sobre las vías del tren, por más prosaico que parezca, es todavía un lugar donde crecen las ficciones y se pierde el miedo a morir. ¿Quién dijo que la estatura de la vida es tan breve como el arco de un puente del ferrocarril? Y bajo la luz de esas farolas de estirpe isabelina se desvanece hasta la realidad de los mendigos.

     Pero algo anormal tenía que suceder. Y fue que por el otro lado del puente apareció... ¡Winny de Puh!


     Y esta vez venía paseando como un animal insatisfecho. Le saludé como debe uno saludar a los osos que piensan. Y se sentó entonces sobre un poyo y a grandes voces me preguntó:

     -¿Cuántas vacas negras crees tú que cabrán sobre este puente los días impares de la semana?

     -Ya estás tú con tus Grandes Pensamientos acerca de Nada- le respondí.

      A Winny de Puh no le gusta demasiado esta ciudad, me lo ha dicho varias veces, y se desmaya cada vez que se le menciona el bosque de cemento del barrio de la Rosaleda. Pero el Puente del Ferrocarril siempre estará ahí y cualquiera que sea amigo de Winny de Puh podrá encontrarlo también ahí...

    -¡Trescientas vacas calculo yo!

      Y se fue corriendo hacia el parque del Temple.

     Y luego me pareció ver estrellada sobre las vías una pregunta sobre la estética de esa torre del barrio de la Rosaleda, la más alta de Castilla y León. Eran excitantes los colores que surgían de allí abajo. Hasta que pasó un tren de mercancías, y se estremeció el puente, y el recuerdo de otras bellezas más espléndidas.

DÍA MUNDIAL DEL VAGABUNDO



     ¿No es mañana cuando se celebra el Día Mundial del Vagabundo? ¡Se olvida uno de tantas cosas! A veces me pasa que acabo de cruzar el Sil por el puente de Cubelos y me queda la amarga sensación de que el río se ha llevado un trocito más de mi memoria... 

     Yo me había olvidado ya de lo que se canta en la Oda a Walt Whitman. Hasta que vino a mi puerta el otro día uno de esos emigrantes negros que venden discos piratas muy baratos. Me habló de una canción de un grupo rapero americano y salieron entonces a relucir Lorca y esa oda suya tan veneno y huracán. Así que la leí de nuevo, y más de siete veces, y todavía no sé si he logrado comprenderla a la manera surrealista. Hay en ella versos que congelan la lengua. Frente a aquellos que aclaman calurosamente al viejo hermoso y homosexual Walt Whitman porque busca un desnudo que sea como un río, se abren esos otros que emanan la rabia espumante del poeta cuando levanta su voz contra los «maricas de las ciudades», «enemigos sin sueño del Amor», contra los maricas «asesinos de palomas» que dan a los muchachos «gotas de sucia muerte» y andan «emboscados en yertos paisajes de cicuta»... Tendré que leerla una vez más. ¡Se olvida uno de tantas cosas!

    A orillas del río Hudson, con los ojos señalando hacia el sur y sus recias raíces creciendo, desde su tumba de aceite y llamas, el bello Walt Whitman continúa clamando contra aquellos que se olvidan de la cordura de los homosexuales y les nombran «deficientes» y «tarados». ¡Cuánto le gustaría al viejo que unos versos suyos fueran pronunciados por las lesbianas y los gays que acuden a los salones municipales para jurarse amor eterno!

    A orillas del Sil, en cambio, no duerme ningún poeta homosexual santificado. A orillas del Sil estaba ayer empinando su botella de vino el Vagabundo de las Vías. Hace tiempo que lo expulsaron del palomar donde bramaba. Dicen que a veces pierde también la memoria y se queda atrapado en la locura. He de ir a verle y decirle que muy pronto se abrirá un centro para enfermos de Alzheimer en Flores del Sil. Podría decirle: "Amigo, incorpórate un poco para que oigas crepitar las canciones de los trenes." Podría decirle eso o algo parecido, aunque lo más probable es que me mande a la mierda...

    Y ahora que recuerdo, tengo que ir a hablar con el Vagabundo de las Vías. Sé que duerme las noches sobre un colchón de hierba roída por las ratas, bajo la herrumbrosa plataforma de un vagón en ruinas. Seguro que tiene una historia muy extraña, y valdría la pena que un día la contase. Porque alguna vez se ha de celebrar el Día Mundial del Vagabundo, ¿no?

AVENIDA DE CABO VERDE



    No figura todavía en el nomenclátor callejero de Ponferrada, ni siquiera en el de Bembibre, de modo que habrá que inventarla con los colores de la utopía, como se inventaron las calles de otras islas y otras repúblicas y aventureros en este mapa de excentricidades industriales que entre todos vamos dibujando. Y digo esto a la vista de la densidad y el peso que han ido alcanzando durante los últimos cuarenta años los navegantes caboverdianos en nuestra República de Almendros. Al fin la villa de Bembibre, hermanada ya con São Domingos, es una isla más en la República de Cabo Verde.

     São Domingos es un pueblecito del interior de Santiago, que es la isla más grande y más europeizada del archipiélago, y conserva con grandísimo orgullo las raíces africanas de la cultura caboverdiana. São Domingos tiene una iglesia de color amarillo y una de sus casas de comidas es administrada por la señora Manuela, cuya especialidad es preparar suculentas cachupas y churrascos y cantar con los ojos llenos de conchas marinas algunas mornas, esas melodías con que los caboverdianos cantan en su idioma criollo al amor, a la saudade, al océano y a la muerte.

     Trazar cuanto antes esa calle o avenida y caminar luego por ella con la misma gravedad con que en otros tiempos se inauguraron las avenidas de las Islas Baleares, las Islas Canarias o las Islas Cíes, allá en el arrabal ferroviario de la Placa... Con la misma nobleza con que un mediodía de abril nos levantaron esta concurrida plaza de la República Argentina, o las apostólicas travesías del Ingeniero Robinson y de don George Borrow en el este de Bembibre.

     ¿Avenida de la "República de Cabo Verde", o de las "Islas de Cabo Verde"? Como gustéis pero con rimas de árboles, a veces no hay nada tan emocionante como caminar por una calle ancha bordeada de acacias africanas. Con signos de agua limpia y olor a papaya o yuca, pero sin esa especie de estatuas con alas de bronce o de cemento que corrompen la armonía. Y con un reloj de arena en memoria del héroe nacional de Cabo Verde Amílcar Cabral, asesinado hace treinta y tantos años por el ejército colonial de Portugal.

     Una avenida que a ser posible no exalte las máscaras de la misericordia ni los mástiles de la pobreza, sino esas miradas infantiles de los macacos del norte de Santiago y el dulce canto blanquiazul de las passarinhas tropicales. Una calle en la que no falte una taberna donde sentir el rebelde ritmo musical del funaná y un paseo con perfiles de luna centroafricana en cuyo horizonte flote la utopía como un arco iris ecuatorial. Un bulevar que en definitiva nos traiga a todos chispas de ese enormísimo sol que alumbra las diez islas que componen la república de Cabo Verde... y una suave nostalgia del mar.

MORDIENDO LO ILEGAL



       Estaba pasando el tiempo con una biografía del romántico francés Gérard de Nerval, cuando entró en el Café un hombre que era un inca que parecía un fugitivo y que era uno de esos ecuatorianos ilegales que desde hace unos meses casi ni se ven vagar por la ciudad.

      Existen pobres muy locos que se atreven a disfrazarse de sudamericanos y andar por el mundo de aquí preguntando cómo se puede adquirir un papel que los transforme en trabajadores no ilegales. Aquel indio que entró en el Café, como pidiendo perdón, tal vez hubiera sido el más infeliz de la tierra si entonces le hubieran contratado para limpiar la zona de los Muelles, ahí entre la Placa y Cuatrovientos, ese oasis de aceites, colchones, tazas de váter y neveras podridas y otros excrementos. O quizá no.

        Un ecuatoriano ilegal por la gran vía de la Puebla es capaz de sentir los primeros síntomas de desequilibrio mental y aun así seguir caminando como quien pasea por el centro de Quito o Guayaquil bajo el sol de las cinco de la tarde con una novia de la mano y sin preguntar por el camino que lleva al curandero. Un ecuatoriano ilegal es un pobre escéptico con un pájaro amatista temblando en su interior.

      Si pasáis un momento por la vida de Nerval, veréis que fue otro ilegal que vagabundeaba por París sin abrigo a veinte grados bajo cero y comía en las tabernas y pasaba las noches en albergues en compañía de mujeres ilegales, cuando no era internado en algún tenebroso manicomio. Hasta que la madrugada de un 25 de enero se apareció ahorcado, colgando de una rejilla, en un callejón maloliente del viejo París, y con el sombrero en la cabeza.

      Pero un ecuatoriano ilegal se cuelga de más lejos, un ecuatoriano ilegal viene por lo menos del oeste del páramo andino o de la ruda costa tropical del Pacífico. A lo mejor viene de Esmeraldas, una de las ciudades más pobres del norte de Ecuador, o del pueblecito de Cotacachi, donde si otras lunas más espléndidas se hubieran asomado estaría ahora trabajando en las artesanías del cuero o de los ponchos.

      ¿Qué sabemos de los emigrantes pobres de Ecuador? ¿Qué sabemos de los pobres y de los ricos de Ecuador? ¿Y qué sabemos al fin de la lejanísima república de Ecuador? Hay allá mucho petróleo, mucho plátano, mucho café, muchas iguanas marinas meditando sobre los cisnes de Europa. Hay reservas de indios siona y secoya, e indios cayapas que componen bellísimas palomas con alas de terciopelo que no venden luego en los mercados. Están también las tortugas gigantes de las islas Galápagos. Y hubo un escritor indigenista llamado Jorge Icaza que escribió Huasipungo para seguir hablando de la sordidez de la vida. Y tantas cosas llenas de catástrofes y de violencia seminal que mal podemos imaginarnos.

       Salió del Café el indio ecuatoriano y me quedé con ganas de escuchar algo más de su nación. Y encontré luego a Edwin Madrid, una de las voces más singulares de la poesía ecuatoriana actual. En su Mordiendo el frío se halla este “Puetas”, que bien sirve para huir de la conmiseración y todo ese lastre de altruismo barato y falsas caridades que tanto nos joden:

       En todos los países hay poetas que entran y salen de la casa de gobierno. Pero por fortuna también están los que visitan las casas de putas y cantan a las putas.

       Es otra manera, más cínica, de enfrentarse a lo ilegal, de morderlo sin dolor.



RELATO BAJO LOS PUENTES



     Por ese lugar nos hemos perdido más de una vez. Hablo de ese paseo fluvial de Ponferrada que con el Sil se abre bajo el puente Cubelos, pasa bajo el puente de García Ojeda y se pierde unos metros más allá bajo el puente del Ferrocarril. Hablo de este rincón a esa hora en que la felicidad es una rosa perdida entre los huesos del río.

     Por ahí caminábamos el otro día, pensando a ratos en quienes se han olvidado de las riberas y los cauces agradables de los ríos, en la cantidad de enfermos mentales que habrá en la ciudad y que no encuentran un hueco de humedad donde esconder el ruido de su angustia, algo así como un Centro de Salud Mental en el que puedan juntos construir el sueño de volar sobre los nidos de los cucos.

    Pasó por encima de nosotros un tren de mercancías, y se estremeció el arco del puente, y el Sil fue entonces una verde superficie congelada. Comenzó a lloviznar. Y ese paisaje recién agitado –los colores cardinales, la hierba, los sonidos- de pronto era como la estructura de un sentimiento pagano muy profundo, un sentimiento panteísta que es un viaje a un mundo intacto, donde el agua es sólo rumor de agua y transparencia, donde los árboles y arbustos se mecen más cerca de los ojos y nos dan la mano verde y nos hablan como si fueran verdaderos vegetales.

    Y eso que por el sendero que bordea la margen derecha del Sil había excrementos de toda clase de perros, olores que delatan peces corrompidos, hojas de antiguas guías de peregrinaje, restos de mariposas estranguladas...

    Al otro lado del río, cerca de la esclusa, había un grupo de adolescentes amontonados sobre las piedras, tal vez los mismos que han pintado que los policías son unos fascistas y esos graffitis imponentes que luego grabarán en el pubis de sus novias. Los estaba vigilando un muchacho sentado en una silla de ruedas.

    Sin embargo los patos que surcan ahí el agua turbia del Sil son como un verso sobre el tiempo de Neruda, la estela fugaz de una época más emocionante en que el pensamiento ecologista no se programaba, ni siquiera el encauzamiento de las aguas. Y esa oca que cruza hasta la otra ribera en busca de una almena del castillo, esa oca misteriosa que se parece a la “nube blanca” y doliente de Gil y Carrasco, podría ser el espectro de un caballero del Temple al encuentro de la Jerusalén herida. ¿Habéis olvidado ya que a unos pasos de aquí no hace tanto tiempo que se alzaba muy humilde una importante sinagoga?

    Pasó otro tren, chirriaron las ruedas sobre las cabezas de quienes estábamos de pie bajo el arco, la ciudad de ahí arriba había desparecido con el fragor y la lluvia. Y entonces me acordé de Igual que los perros, el relato que una noche de octubre escuchara Dylan Thomas bajo la bóveda de un puente del ferrocarril, una historia bastante desagradable, en la que dos hermanos, enloquecidos una vez por el deseo sexual que tuvieron de dos jóvenes hermanas, equivocan sus parejas, descarrilan en su vida conyugal y ya no pueden soportar la noche en casa sino debajo de los puentes.

    Y marché de allí pensando en la cantidad de dementes que habría en esta ciudad, y que cualquier día a lo mejor también ellos se decidían a pasar las noches del resto de sus vidas debajo de estos puentes.

UN TIPO DEL ESTE



       Llamó a la suerte y lo dejaron en el Bierzo. Le destruyeron el palacio de su juventud en el 89, y ahora trabaja en una estación de servicio de nuestra periferia.

     Se muestra un poco esquivo cuando le invito a que me cuente. No, no tiene nada que decir acerca de esos desterrados del Este que visten chaquetones de cuero y saquean domicilios disfrazados de viajantes.

       El umbral de sus sueños está en un país de aceradas geometrías y artistas que siguen desertando entre la nieve. Aún no ha olvidado las voces de su atormentada ciudad, aquellas casas de alquiler para productores y el campo de batalla en el que aprendió a defenderse del azufre comunista y el miedo.

      Pasa un tren y el barrio entero se ilumina con cuerdas de violín. Pero un hombre del Este nunca habla de su soledad, de su ruidosa soledad. En realidad el paisaje de su alma es siempre una despedida.

     Vive con una mujer, a quien espera cada noche, en un piso lleno de sombras, y no oculta su pasión por Cristo y los crucifijos. En algún lugar de su sórdida vivienda eslava dejó abandonado un ejemplar de El idiota. Y creo que hubiéramos podido estar hasta el amanecer discutiendo sobre la existencia de Dios.

      Se había imaginado a Ponferrada como una ciudad más abierta, con plazas más aireadas y más alegres. Muchas de sus calles le recuerdan aquellas callejuelas de una ciudad del Este llenas de polvo y de mugre por las que se acostumbró a la triste melodía de la penuria.

      Una de sus obsesiones es la limpieza de los pomos de las puertas. “La vida es algo más que la simple supervivencia”. Y está seguro de tener mucho tiempo para cumplir sus deseos. Un día pedirá la cuenta y se pondrá a trabajar en el campo. En las arrugas de su frente le han quedado restos de una pasión eslava, pero por nada del mundo diría algo sobre la lógica siniestra del corazón.

      Sus manos son las de un trabajador asalariado, y no ignora lo mucho que le costará dejar de ser un extranjero y habituarse a las cenizas de nuestra indiferencia. “En todas las naciones hay hijos de puta muy amables”. Nada le parece más sentimental que entrar al anochecer en uno de esos bares llenos de gente que habla, que habla gritando, y beberse unas cervezas muy frías...

    Y de golpe esas palabras nos llevan a otro mundo, al inframundo de poetas checos como Nezval, Seifert, Hrabal, con quienes comenzamos a charlar franca y alegremente tras convencerles de que ya no se hallan en una taberna clandestina...

   ...Y fue entonces cuando Jaroslav Seifert, que había muerto en el 86, nos dijo:

- La vida no deja de llevarnos a algún lugar lejano, y nosotros no hacemos más que decir adiós a las riberas que desaparecen.

   Y esto es todo lo que de él puedo contaros hoy aquí.

A TOKIO CON NUBES DE MAGRITTE



        En el café-bar Nagasaki suena un blues que no se acaba nunca y la camarera me ha servido un café negro que sabe a pistacho japonés. A la luz espectral y con el pelo húmedo ella se parece a la muchacha de los jacintos de La tierra baldía.

       Pasa una nube de Magritte por encima de nuestras cabezas, un cascabel de plata hendido, y me pregunta entonces por qué tantos duelos por Tokio. ¿Acaso no sabemos desde la adolescencia que estamos replantando árboles en jardines atómicos? No lloréis por Tokio, hipócritas.

      Hace años conocí a un becario de Kioto, se llamaba Suji Gotho, sólo bebía agua y me hablaba de la belleza de la física cuántica, de la pureza estructural de las partículas subatómicas y todo eso. Y en la ceremonia de los adioses va y me cuenta el trágico final de Kawabata a base de güisqui y gas y me regala El marino que perdió la gracia del mar. Yo aún no había leído nada de Yukio Mishima, no sabía que se había hecho el harakiri antes de ser decapitado por su amante. Recuerdo aún sus dedos cobrizos caligrafiándome en el aire diminutos poemas de la utopía atómica, su fría fantasía física “porque es sencilla y bella”, afirmaba el feliz nipón. Es posible que se halle reparando alguna de las plantas nucleares de Fukushima. Y que haya perdido la gracia de la poesía cuántica.

      Pasan más nubes de Magritte por delante de nuestros párpados, nubes que son barras de pan que parecen espadas de uranio. Y la muchacha de los jacintos me pregunta si serán capaces de llegar hasta nosotros los hongos de la explosión nuclear.

     No cesa de sonar ese bendito blues y yo le digo “de nada de lo que hemos creado en nombre de la belleza deberíamos tener miedo”. Pero en los ojos de ella se han posado ya imágenes de los Simpson, del episodio aquel de la catástrofe nuclear, y nos entretenemos hablando de Homer Simpson y su trabajo como supervisor de seguridad de una planta de energía atómica, y su teoría de un universo en forma de donut y los dos nos reímos como si estuviéramos flotando en la atmósfera de Springfield...

     Y me sirve otro café, ella es ya un delicado jaiku primaveral, ¡ah, la mariposa!, parece una diosa recitando las ruinas de un poema, “desde León a Tokio/ y nos posaríamos, baby,/ en todas las centrales nucleares del mundo”…

     Desde el lado más oscuro del bar, comenzó a ascender una nube con alas, otra nube de Magritte...¡Ah!, ¡¡¡El Pájaro en pleno cielo atravesado de cielos!!!...

     Se apagó el blues, y nos quedamos durante un buen rato en silencio.

VILORIA EN NOVIEMBRE

(Andrés Viloria, el bar Cubelos... difuntos que aún llueven mi noviembre)



        La mañana venía desenvolviendo sus secretos entre las aguas del Sil, el bar Cubelos era un buen destino para tomar el primer café, y allí estaba ya sentado Andrés Viloria, sus ojos vueltos hacia dentro, hacia el otro medio mundo pulverizado en la miseria... Tuve la osadía de interrumpirle y sentarme a su lado.
       Y comenzó el pintor a entretejer su charla temblorosa de noviembre. El mar rugía a doscientos kilómetros pero él lograba al fin domesticarlo con sus manos... 
      Crisantemos caían en nuestras tazas mientras Viloria pintaba sus orígenes en el café Buenos Aires de Torre del Bierzo, y me hablaba de aquel tren con el que escapaba de las noches tenebrosas de los sesenta para bajarse a los amaneceres grandiosos de Madrid, de Europa, de la Vanguardia del mundo.


 -La ferretería se ha cerrado, en la armería se saldan los rifles y escopetas, el sastre abandonará en diciembre... Esta plaza se despide, Andrés.
          Afuera la oración del agua expiraba dulcemente.
-Yo, en realidad, más que cuadros lo que hago es desarrollar pensamientos.
       Por el ventanal vimos pasar entonces un tren cargado de álamos en llamas.

       Y cada vez que tocaba con sus dedos blanquísimos el aire, un relámpago de girasoles descendía sobre la mesa.
       Siempre nos hablaba sonriendo Andrés Viloria. Y más armoniosa se volvía su palabra cuando nos recomendaba estar siempre en contacto con la vida. La velocidad de su pintura metafísica era tan alta como el estruendo del agua sobre las tazas de aquella fuente de piedra...


        Nos costó salir al mundo, era tan agradable ver pasar la vida por aquella ventana del Cubelos, uno de los pocos bares donde la ciudad se deshojaba en alegres fantasías de noviembre.
       Y al despedirme de Andrés Viloria sentí como si me despidiera de aquella época de las vanguardias y los trenes colorados cargados de jardines.

CALLE DEL RELOJ



            porque apenas tiene uno tiempo de perderse por esta calle de novela naturalista y sentirse como un náufrago del otoño entre las piedras en penumbra de su historia.
           
            la vida se nos pone ahí más clásica, más frágil.

            hasta cuándo resistirá esa humilde peluquería con aureola de posguerra, o este portalón que conserva todavía las huellas de un vergonzoso sueño aristocrático.

            esas puertas agusanadas que parecen expulsar otoños corrompidos, esos balcones y galerías como remordimientos que desgarran el cielo amoratado de esta calle...

            huele a templo derrumbado, a procesión de silencios clericales, a letanía sumergida en el llanto de una madre superiora...

            le he preguntado a una monjita del convento de la Purísima Concepción dónde se hallan enterrados los cabellos del ángel, y sus castísimos labios me han devuelto el beso de la indulgencia que nunca habría merecido.

            una pareja de peregrinos bebe serenamente su cerveza en el mesón Mosteiro. Me acerco hasta su mesa y observo que están leyendo las historias detectivescas del padre Brown. ¡Ah, Chesterton! ¿Os imagináis a Gilbert K. Chesterton caminando por entre las nieblas nocturnas de la calle del Reloj?

-- ¿A quién espera usted, señor Chesterton?
-- A don Antonio Pereira. Hemos quedado en relatar juntos una truculenta historia que no nos deja dormir: una conjuración política que tiene por objetivo último la destrucción de la República de Almendros.


CELEBRACIÓN



 
           subir la colina y sentir desde ahí el estrépito de los colores y los vegetales, el desconcierto de la muchedumbre hormigueando entre los puestos de flores, los toldos y los tenderetes bajo el sol...




            porque un día de mercado en mi ciudad es mucho más que un simple acontecimiento social. Al amanecer, una brisa pasa que huele a mineral humano y entonces las márgenes del Sil se hacen habitables. Y hasta los muros del Castillo parecen más altos y más claros.

            luego bajan de un cielo inexplicable las frutas y las flores, las palabras que reflejan círculos gitanos, los gritos, las manos que saben de esta tierra...

            tiene esa mañana mi ciudad el rostro de quien se despierta muy temprano para exigir el alimento.

            y van llegando con su impaciencia las mujeres, como si fueran aves de otras patrias. Y esos hombres con sus boinas, con sus cayados y penumbras. Ya se abren en la plaza de Abastos las pieles y las bocas, ya crepitan en sus cajas las legumbres y los cardos. Y es como ponerle un poco de sentido a la ráfaga del tiempo.

            hay rosas por el suelo ya resecas y puñados de palabras anhelantes. Un día de mercado en mi ciudad es como una casa grande encendida de sol y de manzanas. Son esbeltos los espárragos, están a punto las coles de Bruselas, tiene buena sangre el solomillo, apetece acariciar los colores del pescado y de las fresas. Es como ponerle al mundo la luz y sus estruendos.

            noticias que corren como nunca por la plaza un día de mercado, la mirada perdida de un anciano que ha caído en un arroyo, el arrebato venial de una gitana que liquida trapos y alegrías, el ruido de una astilla clavada en la garganta de una negra impenitente... Y es un placer detener el paso y contemplar cómo brillan las verduras en este suave contraluz del tiempo.

            mi ciudad sabe a pera ya madura en un día alegre de mercado.

            voy por esas calles turbulentas aprendiendo los nombres, el tacto de los frutos secos, el perfume de las flores todavía no marchitas, cómo con el agua y los sudores surgen las canciones verdes de esta tierra, la danza de las estaciones entre el pan y las cebollas. Y yo podría asegurar que estoy aquí contento pero me siento también como si le debiera algo a la vida.

            mi ciudad descubre una inmensa sorpresa, una delectación cada vez que sucede un día de mercado. Y regresa entonces al manantial de los colores, a los frutos del trabajo y la existencia.