A TODOS VOSOTROS...



    Amigos, desde la bahía del Pajariel y con una copa de Bierzo en la mano, pienso en todos vosotros, y en nuestros lagos y murallas y en nuestros ángeles, y en nuestros locos y animales y bosques...

    Y en voz alta y con el corazón en sol sostenido os proclamo mis deseos para el año por venir:

     A los pájaros que fecundáis esta república os deseo la fe astral de vuestros antepasados para consagrar con entusiasmo la próxima primavera. 

   Y que los caballos espanten con sus crines de abril los vientos que transportan las enfermedades mentales y los males gratuitos. 

    Y que los trenes que cruzan a diario esta república sigan silbando su mitología impresionista ante el asombro de los niños. 


   A los indignados les pido el coraje y la sabiduría ineludibles para continuar enarbolando las antorchas de la rebelión y la utopía. 

    A las prostitutas que no tengan más remedio que rondar por las calles más céntricas de la ciudad les deseo la dignidad de los anacoretas del silencio. 

    A los parias y a todos aquellos que padezcáis el insomnio de la emigración, el hallazgo de la brújula de las revoluciones. Y que las aguas de nuestros ríos legendarios prosigan reflejando la superestructura de la Vía Láctea. 

    A los poetas y pintores, tanta locura como os sea necesaria para que continúen lloviendo estrellas dadaístas y flores del vino sobre nuestras conciencias. 

    A los cuentistas os deseo la construcción de esos relatos únicos que de tarde en tarde encienden el arco iris en el corazón de las aldeas... y en las ciudades los aromas del mar. 

    A los músicos, la invención constante de esbeltas melodías que iluminen nuestros amores y trabajos cotidianos. 

    Para todos vosotros, oh mis amigos que construís con vuestra audacia los caligramas del porvenir, reclamo la intensa y brevísima sensación de felicidad que nos brinda el café de cada día.


PILUFO Y SU BELÉN


         Me acuerdo de Pilufo, nuestro vagabundo de la calle del Cristo... A Pilufo lo vi postrado en una cama blanca del Hospital de la Reina, recuperándose de la paliza que le habían metido el día de Nochebuena, menudo ‘cuento de Navidad’ el suyo, Pilufo, el vagabundo más heavy de todo el Noroeste...
        Las pocas lágrimas que le quedaban las iba perdiendo en pendencias absurdas, por qué malditos cabrones se dejaba rodear en sus noches malas...
   Pilufo era como los vagabundos del Dharma, perseguidores de estrellas fugaces, místicos y psicodélicos... Sus sentencias bohemias conmovían a los niños y a los tenderos de su barrio, y montaba un belén en la calle del Cristo y les cantaba villancicos a los perros que le amaban y todos comprendíamos entonces que su felicidad cabía en una botella de morapio... 
     Pilufo pertenecía a la cruda calaña de los héroes sin historia, era un 'tronco' de la categoría de aquel Joe Gould neoyorquino... También a él la vida le había hecho a base de botellazos y navajas y en sus ojos sobrenadaban centenares de sirenas...


     A veces parecía estar viviendo en un enjambre de pistolas.
    Me imagino a Pilufo escarbando en el delirio de sus noches, menudo ‘cuento de infierno’ el suyo, Pilufo tocando su guitarra imaginaria y sexual, vagabundeando por su belén callejero, por su belén de la calle del Cristo, con sus perrillos al hombro, con su barba de auténtico vagabundo del vértigo y empinando una botella que escondía su perro destino...

PORTAL Y PÓLVORA


     Ahora que mi ciudad se prepara para celebrar en paz la Navidad, recuerdo las calles prohibidas de la ciudad de Bethlem en el invierno de 1987, las balas que decían que habían acabado con la vida de otro adolescente palestino, el crepúsculo tiñendo de rojo la áspera Tierra Prometida...

     Yo me enamoraba de todas las muchachas que subían a los autobuses de Bethlem y de Jerusalén, nunca había visto rostros morenos más bellamente trabajados mirando hacia el cielo con sus enormes ojos claros... Y unos días después comenzó la guerrilla interminable, la sangrienta Intifada contra todos los portales navideños del mundo. 


     Y había por aquel tiempo un gran poeta en Israel, al que habían nombrado poeta nacional, que nos alertaba a los turistas con sus premoniciones y plegarias. Se llamaba Yehuda Amijai y decía cosas como que Bethlem y otras ciudades judías eran los lugares experimentales donde Dios probaba nuevas ideas y nuevas armas. Dios era el motor de la guerra, Dios estaba lleno de misericordia, y si no lo estuviera habría misericordia en el mundo y no sólo en él. Tenía sin embargo esperanzas Yehuda Amijai, en aquel tiempo todavía podía anunciar que era posible la redención de los pueblos por medio de la palabra: “Al este de las palabras está el desierto. Al oeste, el mar.”

    Y cuando visité el Portal donde había nacido el Niño Dios –la ciudad de Bethlem olía ese mediodía a peces descompuestos y bayetas impregnadas de gasolina–, mi agnosticismo se tambaleó unos instantes, hasta que percibí el temblor de la próxima contienda y la mentira política en las losas rociadas de pólvora. No, no fue grata la imagen de aquel Portal vacío y frío, donde se adivinaban las brechas que habían servido de cama a los bisoños soldados de Israel...

    Ya he dicho que yo me enamoraba de todas las muchachas que se subían a los autobuses de Bethlem y de Jerusalén. Me pregunto ahora si la causa de tanta belleza no sería acaso el insólito ardor con que eran besadas por aquellos hombres que se disponían a la guerra. Cada una de aquellas mujeres era una Jerusalén radiante, cada una de aquellas mujeres era una Bethlem herida. El aire estaba saturado de pesadillas y oraciones.

    Bethlem era en aquel invierno una ciudad tenebrosa, y la luz de su Portal, una granada a punto de explotar.