Me hubiera gustado ser uno de esos buscadores solitarios que andan estas tardes de noviembre por las florestas del Bierzo cogiendo boletos, macrolepiotas, níscalos, matacandiles y otras especies de hongos cuya rareza, cuyo perfume, parecen brotar de la melodía de sus nombres.
Debe de ser un placer muy excitante descubrir en la falda de una montaña una floración de oronjas –las famosas ‘amanitas de los césares’–, tan bellas y delicadas, y tan exquisitas, según la tradición. Debe de sentirse uno muy alegre e importante al encontrar en los linderos de un pinar un corrillo de hongos de pie azul, y acariciar entonces su sombrero violeta oscuro, sus láminas finas y apretadas, su fibroso pie cilíndrico y elástico. Descubrir una floración de setas mamelonadas en un bosque del Bierzo profundo será como descubrir una floración de tersos pezones en una playa oculta del Cantábrico.
Y sin embargo casi nada sé sobre su brevísima vida sexual, sobre su complicada química, sobre su tremenda y fascinante mitología. Cada vez sé menos de las cosas más sencillas y esenciales de la vida.
Es proverbial la monstruosa belleza de las setas, su prodigiosa riqueza de colores y de sombras. ¿Por qué entonces algunos sentimos una especie de pavor atávico ante una simple y graciosa seta?
No suelen ocupar las setas amplios espacios en las grandes obras de la literatura. Lorca, en ‘El rey de Harlem’ de su Poeta en Nueva York, nos dibujó un ‘viejo cubierto de setas’ que iba a donde lloraban los negros ‘mientras crujía la cuchara del rey y llegaban los tanques de agua podrida’.
Son aún más raras las aventuras amorosas entre los hongos, las seducciones de jóvenes o adultos que van a buscar setas y huelen por primera y última vez el misterio del musgo y la madera. Hay en Anna Karénina una escena de erotismo entre las setas que al recordarla todavía me conmueve...
Es una tarde de sol y atonía otoñal en los linderos de un bosque de abedules y Varenka, con su cesta bajo el brazo, con su toquilla blanca sobre sus negros cabellos, está visiblemente emocionada ante la posibilidad de que el hombre que la acompaña, Sergio Ivanovich, le pida su mano. Pasean los dos entre niños y hongos, entre rúsulas minúsculas, setas de pie azul, de pie violeta y boletos blancos. El rubor y los ojos 'caídos' de Varenka delatan la fuerte agitación que la consume. Se han alejado de los niños, han quedado al fin solos. Y cuando él se ha decidido ya a declararse, sucede que por una extraña asociación de ideas –¿o acaso por influjo de los hongos?–, en lugar de decirle lo que piensa, le pregunta:
–¿Qué diferencia hay entre el boleto blanco y el boleto áspero?
Los labios de Varenka tiemblan de emoción al contestarle:
–La cabeza no difiere apenas, pero el tallo sí.
Y es entonces cuando ambos comprenden y aceptan que todo ha terminado, que el ‘momento’ ha pasado, que lo que debía decirse no se dirá ya nunca.
Sólo te diré una cosa, querido amigo, una seta llega mucho más alla que a donde jamás podría llegar tu mejor amigo, tu perro más fiel, o tu amante más dispuesta... el poder de la seta no se narra, se vive... si no hay extensa literatura sobre nuestra buena amiga la psylocibes es porque como las grandes cosas de la vida, lo importante es vivirlo, no escribirlo, leerlo, ni debatirlo... en definitiva, como el orgasmo supremo, la petit morte, o incluso la muerte absoluta, son cosas que las que tiene que vivir esta nuestra trémula carne. Ya lo dice el sabio refranero español: "la seta con sangre entra".
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