Por ese lugar nos hemos perdido más de una vez. Hablo de ese paseo fluvial de Ponferrada que con el Sil se abre bajo el puente Cubelos, pasa bajo el puente de García Ojeda y se pierde unos metros más allá bajo el puente del Ferrocarril. Hablo de este rincón a esa hora en que la felicidad es una rosa perdida entre los huesos del río.
Por ahí caminábamos el otro día, pensando a ratos en quienes se han olvidado de las riberas y los cauces agradables de los ríos, en la cantidad de enfermos mentales que habrá en la ciudad y que no encuentran un hueco de humedad donde esconder el ruido de su angustia, algo así como un Centro de Salud Mental en el que puedan juntos construir el sueño de volar sobre los nidos de los cucos.
Pasó por encima de nosotros un tren de mercancías, y se estremeció el arco del puente, y el Sil fue entonces una verde superficie congelada. Comenzó a lloviznar. Y ese paisaje recién agitado –los colores cardinales, la hierba, los sonidos- de pronto era como la estructura de un sentimiento pagano muy profundo, un sentimiento panteísta que es un viaje a un mundo intacto, donde el agua es sólo rumor de agua y transparencia, donde los árboles y arbustos se mecen más cerca de los ojos y nos dan la mano verde y nos hablan como si fueran verdaderos vegetales.
Y eso que por el sendero que bordea la margen derecha del Sil había excrementos de toda clase de perros, olores que delatan peces corrompidos, hojas de antiguas guías de peregrinaje, restos de mariposas estranguladas...
Al otro lado del río, cerca de la esclusa, había un grupo de adolescentes amontonados sobre las piedras, tal vez los mismos que han pintado que los policías son unos fascistas y esos graffitis imponentes que luego grabarán en el pubis de sus novias. Los estaba vigilando un muchacho sentado en una silla de ruedas.
Sin embargo los patos que surcan ahí el agua turbia del Sil son como un verso sobre el tiempo de Neruda, la estela fugaz de una época más emocionante en que el pensamiento ecologista no se programaba, ni siquiera el encauzamiento de las aguas. Y esa oca que cruza hasta la otra ribera en busca de una almena del castillo, esa oca misteriosa que se parece a la “nube blanca” y doliente de Gil y Carrasco, podría ser el espectro de un caballero del Temple al encuentro de la Jerusalén herida. ¿Habéis olvidado ya que a unos pasos de aquí no hace tanto tiempo que se alzaba muy humilde una importante sinagoga?
Pasó otro tren, chirriaron las ruedas sobre las cabezas de quienes estábamos de pie bajo el arco, la ciudad de ahí arriba había desparecido con el fragor y la lluvia. Y entonces me acordé de Igual que los perros, el relato que una noche de octubre escuchara Dylan Thomas bajo la bóveda de un puente del ferrocarril, una historia bastante desagradable, en la que dos hermanos, enloquecidos una vez por el deseo sexual que tuvieron de dos jóvenes hermanas, equivocan sus parejas, descarrilan en su vida conyugal y ya no pueden soportar la noche en casa sino debajo de los puentes.
Y marché de allí pensando en la cantidad de dementes que habría en esta ciudad, y que cualquier día a lo mejor también ellos se decidían a pasar las noches del resto de sus vidas debajo de estos puentes.
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