Llamó a la suerte y lo dejaron en el Bierzo. Le destruyeron el palacio de su juventud en el 89, y ahora trabaja en una estación de servicio de nuestra periferia.
Se muestra un poco esquivo cuando le invito a que me cuente. No, no tiene nada que decir acerca de esos desterrados del Este que visten chaquetones de cuero y saquean domicilios disfrazados de viajantes.
El umbral de sus sueños está en un país de aceradas geometrías y artistas que siguen desertando entre la nieve. Aún no ha olvidado las voces de su atormentada ciudad, aquellas casas de alquiler para productores y el campo de batalla en el que aprendió a defenderse del azufre comunista y el miedo.
Pasa un tren y el barrio entero se ilumina con cuerdas de violín. Pero un hombre del Este nunca habla de su soledad, de su ruidosa soledad. En realidad el paisaje de su alma es siempre una despedida.
Vive con una mujer, a quien espera cada noche, en un piso lleno de sombras, y no oculta su pasión por Cristo y los crucifijos. En algún lugar de su sórdida vivienda eslava dejó abandonado un ejemplar de El idiota. Y creo que hubiéramos podido estar hasta el amanecer discutiendo sobre la existencia de Dios.
Se había imaginado a Ponferrada como una ciudad más abierta, con plazas más aireadas y más alegres. Muchas de sus calles le recuerdan aquellas callejuelas de una ciudad del Este llenas de polvo y de mugre por las que se acostumbró a la triste melodía de la penuria.
Una de sus obsesiones es la limpieza de los pomos de las puertas. “La vida es algo más que la simple supervivencia”. Y está seguro de tener mucho tiempo para cumplir sus deseos. Un día pedirá la cuenta y se pondrá a trabajar en el campo. En las arrugas de su frente le han quedado restos de una pasión eslava, pero por nada del mundo diría algo sobre la lógica siniestra del corazón.
Sus manos son las de un trabajador asalariado, y no ignora lo mucho que le costará dejar de ser un extranjero y habituarse a las cenizas de nuestra indiferencia. “En todas las naciones hay hijos de puta muy amables”. Nada le parece más sentimental que entrar al anochecer en uno de esos bares llenos de gente que habla, que habla gritando, y beberse unas cervezas muy frías...
Y de golpe esas palabras nos llevan a otro mundo, al inframundo de poetas checos como Nezval, Seifert, Hrabal, con quienes comenzamos a charlar franca y alegremente tras convencerles de que ya no se hallan en una taberna clandestina...
...Y fue entonces cuando Jaroslav Seifert, que había muerto en el 86, nos dijo:
- La vida no deja de llevarnos a algún lugar lejano, y nosotros no hacemos más que decir adiós a las riberas que desaparecen.
Y esto es todo lo que de él puedo contaros hoy aquí.
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