Los chicos de los que hablo escuchan a veces al presidente de mi nación. Tienen entre veinte y treinta y cinco años, queman buena parte de su vida en el purgatorio rural, no les preocupa el nombre de su generación. Uno trabaja de tornero para una mina, otro se prepara duramente para ser funcionario de prisiones, las ideologías les importan menos que la estética del rap o la economía sumergida, los chicos de los que hablo a veces oyen hablar al presidente de mi nación.
Se encandilan los fines de semana con sus chicas, se santiguan en el bar y juegan entonces al tute y al mus, y entre tubos de cerveza se envían por sus móviles mensajes de amor y estruendosas carcajadas. La poesía oficial les suena a funestos ruidos metafísicos, sólo si aparece alguna estrella por el suelo se emocionan como lo haría uno de esos profundos poetas oficiales. A veces sacrifican animales domésticos, y a la noche los asan en parrillas junto al río y me convidan.
Los chicos de los que hablo meditan sobre su suerte cuando ven hablar al presidente de mi nación. Uno trabaja de soldador en Asturias, otro es policía y en sus ratos de ocio cuida de dos asnos de raza zamorana: llama a la burra Amparo, y el burro le atiende por Talibán. Reconocen que son adictos al sueño, si se ha abierto la veda salen a cazar jabalíes, regresan casi siempre de los bosques con una nueva doctrina ecologista.
Porque el catolicismo en general les importa mucho menos que la higiene de las montañas y los ríos, desde niños están enganchados al opio del fútbol y de las pantallas, cuando bailan se doblan las calles y los puentes.
Porque el catolicismo en general les importa mucho menos que la higiene de las montañas y los ríos, desde niños están enganchados al opio del fútbol y de las pantallas, cuando bailan se doblan las calles y los puentes.
Y hay tardes que salen por esos campos de Dios con un tractor en busca de aventuras bucólicas, y en el remolque van cantando canciones incomprensibles, saludan eufóricos a los viejos de las aldeas por donde pasan como si regresaran victoriosos de una guerra, asustan con sus himnos a los perros, tiemblan las cigüeñas de los campanarios. Y les gustaría aprender inglés, disfrutar cuanto antes de una buena vivienda barata y personal, navegar gratis con banda ancha por los inframundos de Internet, a veces no se creen nada de lo que les promete el presidente de mi nación.
Pescan una trucha y antes de matarla la besan en los ojos, son capaces de llevar la cuenta de los pecados del pardal en primavera, no es cierto que hagan todo lo que les sale de las pelotas, los chicos de los que hablo apuestan por la ideología dura de la madrugada. Y cuando alcanzan las cumbres del delirio, gritan consignas indígenas en dialectos muy extraños, muerden la tierra y se abrazan a las amapolas, mantienen su fe inquebrantable en los mitos del sexo y la amistad.
No ven por ninguna parte el pregonado resquebrajamiento de España, retuercen la boca cada vez que oyen hablar de los moros y cayucos, a veces no entienden el discurso del presidente de mi nación. Porque los chicos de los que hablo llevan nombres romanos y judíos, nombres castizos y paganos como Dulio, Basilio, Jesús, Saúl, Daniel... Habitan en un pueblo de montaña que dilata su letargo junto a un río...
Los chicos de los que hablo a veces no reconocen al presidente de mi nación.