EL JOROBADO DEL RIF


       Llegó a la ciudad en el tren correo de la noche. Y se alegró al sentir que Ponferrada seguía oliendo a talabartería y pellejo de vaca, a sudor de jinetes y carretas y cagajón de mulas y jamelgos. Hacía más de veinte meses que se había despedido de ella para siempre. Pero la vida entonces daba muchas vueltas.


     Y entró en el casino de la Obrera enseñando escarapelas revolucionarias y asegurando que el mundo andaba de lo más revuelto. Había visto por ahí tanto libertinaje y tantas locuras, que “las guerrillas de Marruecos” le parecían ahora “un pasatiempo de lo más moral.” Tal vez por eso nadie le creyó cuando se puso a jurar, por su santa madre y la Virgen de la Encina, que había sido testigo del acuchillamiento de cuatro trabajadores del ferrocarril en las cercanías de Melilla, y que “por esos cabrones de bereberes están muriendo muchos soldados de España.” Pero al fin se rindieron todos los parroquianos de la Obrera cuando sacó del bolsillo de su chaleco un amuleto moruno que representaba “la mano de la hija del Profeta”, quién iba a negarlo, y a continuación la fotografía de la Unidad de Infantería en la que había defendido los colores de la bandera de la patria peleando contra “los putos moros” del Rif.


   No hubo ya ninguna duda de que un mozarrón de Ponferrada, nadie menos que el Jorobado de la Puebla, había participado a las órdenes del general Marina, comandante en jefe de las tropas españolas, en la toma del monte Gurugú y en la solemnísima sumisión de aquellos malditos traidores kabileños, quienes para sellar una paz definitiva habían sacrificado en la plaza de armas de At-Laten un hermoso novillo que atendía por el nombre de Hach-Amar. Pero no tuvo agallas para enseñarles en la ingle izquierda las marcas de un balazo que, tres días antes de tal proeza militar, había recibido en el desastre del Barranco del Lobo.

      Y después de haber contribuido al engrandecimiento de los intereses españoles en África, les dijo que se había pasado por la Puerta del Sol de Madrid, por donde no rodaban más que busconas, floristas, hampones, invertidos y maleantes de toda calaña. Madrid estaba tan corrompida como Barcelona, y los masones se estaban colando por todas partes y todo el mundo canturreaba el famoso ‘Puñao de rosas’ y bailaba los patrióticos pasodobles de don Federico Chueca. Y en un tugurio inmundo conocido como ‘El Madrileño’ había asistido al debut de la cupletista catalana Raquel Meller, menuda hembra, un ave del Paraíso cuya voz era la más dulce y viril que había oído jamás. 


     La guerra de África le había convertido en un hombre con muchos arrestos, de manera que al Jorobado de la Puebla le importaba un pimiento que sus convecinos de Ponferrada se percatasen de las marcas sifilíticas que pudiera ostentar, ya se encargaría el mercurio de dejarlo sano y virtuoso como en sus mejores tiempos.


  Así que continuaron, borrachos de aguardiente, escuchándole hasta la del alba asombrosas historias sicalípticas. A esa hora las calles que van a morir en la plaza de la Encina no olían precisamente a nardos. Pero sobre el polvo de su poesía ya había salido a caminar el vate Alfredo Agosti con la intención de reconstruir algunos de los versos que estaban inspirándole aquellos hijos de Ponferrada que por cojones tenían que marcharse al matadero del Rif, “...cuando quieras saber de tu amado/que hoy va para el Rif/a esas flores marchitas pregunta/que esas flores te lo han de decir...”


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