A la memoria de Orfelina, la pobre loca de la costanilla del Sil, que vivió
en gozosa soltería durante más de medio siglo y murió en la puta miseria el Año
de la Coronación
de la Virgen
de la Encina.
Orfelina
María de las Mercedes había desembarcado en Ponferrada el día en que sus más felices
moradores estaban festejando con borracheras y fuegos de artificio las nupcias del
rey Alfonso XIII. Con sus formidables pechos de nodriza gallega y el semblante varonil
de sus cincuenta años, se presentó Orfelina ante el alguacil del Ayuntamiento declarando
que era hija natural del Marqués de Carracedelo, y que como única heredera
venía a reclamar el título y la fortuna que legalmente le pertenecían.
A la
mañana siguiente el sargento de la Guardia
Civil la encomendó al médico del manicomio, quien certificó que
aquello no era una mujer sino “una auténtica Tristana, desarreglada y genial
como un bohemio, un marimacho liberal que acabará desquiciando con sus delirios
de grandeza femenil a todas las mujeres de esta urbe.” Nadie le creyó entonces.
Y algunas hortelanas del barrio de la Puebla sintieron lástima y la dejaron vivir en uno de los
chamizos de la cuesta del Sil donde se criaban tres cerdos, una perra de caza, dos pares de gansos asturianos y media docena de gallinas.
Seis
semanas después, Orfelina entraba a trabajar de criada de servicio en una de
las casonas solariegas del casco antiguo de Ponferrada. Nunca más volvió a
preguntar por el misterioso Marqués de Carracedelo. Los nobles varones que en
vano intentaban seducirla iban luego diciendo por ahí que fumaba vegueros
cubanos y se enfilaba con anís, y que si pagaba sus deudas con duros falsos y
se entendía con mozas de mala vida. Y fue entonces cuando Orfelina inició su breve
y penosa revolución de mujer trabajadora.
Las
autoridades locales no se explicaban de dónde sacaba esa loca analfabeta fábulas
tan extravagantes como que las mujeres neozelandesas y australianas y finesas
ya habían conseguido su derecho a votar en las elecciones a los Parlamentos de sus respectivos países. Y a ver cómo se había enterado aquella pendona de que una tal Emy o
Emmeline Pankhurst y su hija Christabel eran las líderes del movimiento
sufragista en Inglaterra, y de que en Madrid una madama apodada Colombine andaba
reivindicando en lacrimógena literatura el derecho al voto para todas las
mujeres españolas. El propio alcalde de la urbe alcanzó a percibir desde su
finca de la Cabrera
la cólera de los próceres monárquicos. “O acabas con esa cizañera feminista, o
se nos jode el invento”, llegaron a decirle.
En tiempos tan tormentosos no se
podía permitir que una asistenta de tres al cuarto trajera revueltas con sus
trapisondas a las más de doscientas criadas de servicio e incluso a las honestas
esposas de ciertos comerciantes y abogados y fondistas de mucho postín. Y para
colmo de males regeneracionistas, el ilustre vate Alfredo Agosti la había
elevado a los altares de la lírica en uno de los poemas más eróticos que se
había atrevido a componer...
Orfelina María de las Mercedes padeció persecución de la justicia civil
y militar, fue detenida por escándalo público y metida entre rejas, hasta que una
tarde de marzo del Año de la
Coronación se la llevaron al infierno. Las lavanderas de la Puebla nunca se creyeron el
cuento de que fuera la tuberculosis la que había acabado con su vida.
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