Los Episodios nacionales de Pérez Galdós resultan todavía
hoy más amenos e instructivos que cualquiera de esas grandes novelas históricas
modernas que nos sirven en el plato prefabricado de la literatura. En La estafeta romántica andaba yo picoteando una tarde sonsa del mes de enero,
cuando, de pronto, ¡¡¡apareció Enrique Gil y
Carrasco!!! ¡Así que Enrique Gil convertido en personaje de una
novela histórica...! El caso es
que seguí zambulléndome en otros dos deliciosos episodios de la misma serie, Los
ayacuchos y Bodas Reales... ¡Y otra vez! ¡En Bodas reales!.....
El 13 de febrero de 1837, el señor Larra, en un rapto de demencia, se pega un tiro y se embarca para el otro mundo.
Enrique Gil asiste al entierro con todos los miembros del Parnasillo, excepto
Espronceda, que está enfermo. Apenas habían transcurrido unos cinco meses desde
su llegada a Madrid... Pues bien, en esa situación se lo imagina Galdós cuando redacta La estafeta romántica en forma epistolar: Gil y Carrasco en el centro del círculo de amigos de Espronceda, y considerado, junto al escritor sevillano José García de Villalta, como un
buen ayudante de cámara (mortuoria), como uno de los más competentes de entre aquellos
genios románticos para organizar con cierta prisa, lucimiento y fervor el
entierro de Larra:
Supe yo la muerte de Larra al
día siguiente del suceso, o sea, el 14 de Febrero. Fui a verle con otros amigos
a la bóveda de Santiago, donde habían puesto el cadáver [...] En fin, querido
Fernando, suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el
rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca...
[...] No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los
veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado. Eso pensaba yo,
y salí, como te digo, suspirando, y me fui a ver a Pepe Espronceda, que estaba
en cama con reuma articular, que le tenía en un grito. ¡Pobre Pepe! Entré en su
alcoba, y le hallé casi desvanecido en la butaca, acompañado de Villalta y Enrique
Gil, que acababan de darle la noticia. El estado de ánimo del gran poeta no era
el más a propósito para emociones muy vivas, pues a más de la dolencia que le
postraba, había sufrido el cruel desengaño que acibaró lo restante de su vida.
Ignoro si sabes que Teresa le abandonó hace dos meses. Sí, hombre, y... En fin,
que esto no hace al caso. Gran fortuna ha sido para las letras patrias que Pepe
no haya incurrido en la desesperación y demencia del pobre Larra. [...] Senteme a su lado, y hablamos del pobre
muerto. En un arranque de suprema tristeza vi llorar a Espronceda; luego se rehízo,
trayendo a su memoria y a la de los tres allí presentes los donaires amargos
del Pobrecito hablador, el romanticismo caballeresco del Doncel, y el
conceptismo lúgubre de El día de Difuntos. También hablaron de ella, y tal y qué
sé yo, diciendo cosas que no reproduzco por creerlas impropias de la gravedad
de la Historia.
Villalta y Enrique Gil se fueron, porque tenían que dar
infinitos pasos para organizar el entierro de Fígaro con el mayor lucimiento
posible, y me quedé solo con el poeta, el cual, de improviso, dio un fuerte
golpe en el brazo del sillón, diciendo: «¡Qué demonio! Ha hecho bien»...
En 1843 se
halla Gil y Carrasco en la plenitud de su carrera. Es uno de los más famosos críticos
literarios del país. Asiste a los estrenos teatrales para luego reseñar con
maestría algunas piezas dramáticas en el periódico donde se gana la vida. Es
posible que llegara a constituirse en uno de los más apreciados mentores de los
elegantes caballeros y bellísimas damas maduras de la alta sociedad que amaban
y se amaban en los lóbregos teatros madrileños. Y así debió
de pensarlo Galdós cuando en Bodas reales –cuya acción se
sitúa en Madrid en los días previos a la boda de Isabel II con Francisco de
Paula- metió en una escena muy teatralera y romántica a don Enrique Gil codeándose
con animadísimas señoras viudas a las que ofrece entradas de palco para que
aplaudan a rabiar la obrita que van a contemplar en el teatro de Variedades, o sea, que hagan de claque:
Entre los muchachos que solían ir a la tertulia de la viuda
de Navarro, descollaban: Rubí, que de autor de piececillas andaluzas había
subido a la jerarquía de dramaturgo famoso; Campoamor, ya célebre como lírico
de mucho aquel; Navarrete, escritor de costumbres, y Enrique Gil, poeta y
crítico. Íntimos de este eran los Asquerinos, dos hermanos muy simpáticos que
hacían dramas. Anunciábase uno de Eusebio en el teatro de Variedades, con el
título un tanto estrambótico y trabalenguas de Obrar cual noble con celos, y
Jenara alcanzó de Enrique Gil el obsequio de dos palcos para el estreno,
comprometiéndose a ejercer de alabarda toda la noche con sus amigos hasta
sacar a flote el drama, cualquiera que fuese su mérito. Uno de los palcos
ocuparíalo la viuda; el otro sería remitido de parte del autor a unas damas
andaluzas que infaliblemente invitarían a sus habituados Terry y Alejandro
Llorente, a la sazón inseparables...
Excelente lección una vez más, si en los colegios hubiesen enseñado con este arte... un abrazo José L., gran trabajo amigo
ResponderEliminar