DIARIO ÍNTIMO DE BERLÍN I


FRAGMENTO del 14 de enero de 1845

“...esta desolada luz del crepúsculo, como una certeza terrible de que muy pronto mi cuerpo sucumbirá.

¡Oh qué música de arpas brotan de estos versos de Hölderlin!

Zimmer, Zimmer me han dicho que se llamaba el ebanista de Tubinga que sacó de la clínica a Hölderlin y se lo llevó a su casa, junto al río Neckar. Treinta y seis años permaneció en la casa de Zimmer, hasta el día de su muerte, en un estado de locura serena que no le impidió seguir componiendo poemas y sonatas para piano. Hoy se cumplen dos años de su muerte.


¿Por qué, por qué ahora aquellos versos que hace tanto tiempo yo escribí: El Vístula se arrastra lentamente con cadáveres y lleva entre los muertos...?”

Diario íntimo de Berlín
E. GIL


TARDE EN CUATROVIENTOS


     Íbamos Truquiño y yo la tarde del jueves –tarde de total vagabundaje- por la orilla occidental de la ciudad, bien despacito, hacia el encuentro del crepúsculo con aquellos bares y azoteas... Todo parecía de un optimismo estructural. 

   Y paseábamos tocando temas como la extravagancia espiritual de quienes pasan peregrinando en dromedario... o el alivio que a esas horas regalan las rosas y las hiedras en nuestros barrios obreros...

    De repente salió de una taberna, chupando un descomunal helado de botillo, ¡¡¡don Santiago Velasco!!!¿Pero qué hace este hombre por aquí? 
Se había escapado de un cuento de Pereira... 



–¡¡¡Ando buscando otro final para mi cuento!!! ¡¡¡Este barrio huele a África!!!– repetía el viejo hipocondríaco una y otra vez desde el parapeto de su barba vikinga. 

La ciudad se había protegido del sol arrasador, y la cerveza que iba atolondrándonos y qué gusto oír hablar al doctor Velasco sobre sus viajes por las costas del Báltico, de Cuatrovientos a la ciudad de Danzig habrá unos dos mil kilómetros, y un tinto del Bierzo y un poema de Andrew Motion tocado con cornamusa galesa te llevan de la mano hasta una aldea de Austria y allí nos enredaríamos con sus saladas princesas...

Y fue entonces el anochecer un rodaballo azul. No sabría deciros cuántas jarras de cerveza cayeron, pero qué delicia celebrar con este personaje nuestro optimismo surrexistencial por los bares de Cuatrovientos hasta las tantas...

(texto escrito hará unos diez años, siempre por el aura del maestro)

A TODOS VOSOTROS...



    Amigos, desde la bahía del Pajariel y con una copa de Bierzo en la mano, pienso en todos vosotros, y en nuestros lagos y murallas y en nuestros ángeles, y en nuestros locos y animales y bosques...

    Y en voz alta y con el corazón en sol sostenido os proclamo mis deseos para el año por venir:

     A los pájaros que fecundáis esta república os deseo la fe astral de vuestros antepasados para consagrar con entusiasmo la próxima primavera. 

   Y que los caballos espanten con sus crines de abril los vientos que transportan las enfermedades mentales y los males gratuitos. 

    Y que los trenes que cruzan a diario esta república sigan silbando su mitología impresionista ante el asombro de los niños. 


   A los indignados les pido el coraje y la sabiduría ineludibles para continuar enarbolando las antorchas de la rebelión y la utopía. 

    A las prostitutas que no tengan más remedio que rondar por las calles más céntricas de la ciudad les deseo la dignidad de los anacoretas del silencio. 

    A los parias y a todos aquellos que padezcáis el insomnio de la emigración, el hallazgo de la brújula de las revoluciones. Y que las aguas de nuestros ríos legendarios prosigan reflejando la superestructura de la Vía Láctea. 

    A los poetas y pintores, tanta locura como os sea necesaria para que continúen lloviendo estrellas dadaístas y flores del vino sobre nuestras conciencias. 

    A los cuentistas os deseo la construcción de esos relatos únicos que de tarde en tarde encienden el arco iris en el corazón de las aldeas... y en las ciudades los aromas del mar. 

    A los músicos, la invención constante de esbeltas melodías que iluminen nuestros amores y trabajos cotidianos. 

    Para todos vosotros, oh mis amigos que construís con vuestra audacia los caligramas del porvenir, reclamo la intensa y brevísima sensación de felicidad que nos brinda el café de cada día.


PILUFO Y SU BELÉN


         Me acuerdo de Pilufo, nuestro vagabundo de la calle del Cristo... A Pilufo lo vi postrado en una cama blanca del Hospital de la Reina, recuperándose de la paliza que le habían metido el día de Nochebuena, menudo ‘cuento de Navidad’ el suyo, Pilufo, el vagabundo más heavy de todo el Noroeste...
        Las pocas lágrimas que le quedaban las iba perdiendo en pendencias absurdas, por qué malditos cabrones se dejaba rodear en sus noches malas...
   Pilufo era como los vagabundos del Dharma, perseguidores de estrellas fugaces, místicos y psicodélicos... Sus sentencias bohemias conmovían a los niños y a los tenderos de su barrio, y montaba un belén en la calle del Cristo y les cantaba villancicos a los perros que le amaban y todos comprendíamos entonces que su felicidad cabía en una botella de morapio... 
     Pilufo pertenecía a la cruda calaña de los héroes sin historia, era un 'tronco' de la categoría de aquel Joe Gould neoyorquino... También a él la vida le había hecho a base de botellazos y navajas y en sus ojos sobrenadaban centenares de sirenas...


     A veces parecía estar viviendo en un enjambre de pistolas.
    Me imagino a Pilufo escarbando en el delirio de sus noches, menudo ‘cuento de infierno’ el suyo, Pilufo tocando su guitarra imaginaria y sexual, vagabundeando por su belén callejero, por su belén de la calle del Cristo, con sus perrillos al hombro, con su barba de auténtico vagabundo del vértigo y empinando una botella que escondía su perro destino...

PORTAL Y PÓLVORA


     Ahora que mi ciudad se prepara para celebrar en paz la Navidad, recuerdo las calles prohibidas de la ciudad de Bethlem en el invierno de 1987, las balas que decían que habían acabado con la vida de otro adolescente palestino, el crepúsculo tiñendo de rojo la áspera Tierra Prometida...

     Yo me enamoraba de todas las muchachas que subían a los autobuses de Bethlem y de Jerusalén, nunca había visto rostros morenos más bellamente trabajados mirando hacia el cielo con sus enormes ojos claros... Y unos días después comenzó la guerrilla interminable, la sangrienta Intifada contra todos los portales navideños del mundo. 


     Y había por aquel tiempo un gran poeta en Israel, al que habían nombrado poeta nacional, que nos alertaba a los turistas con sus premoniciones y plegarias. Se llamaba Yehuda Amijai y decía cosas como que Bethlem y otras ciudades judías eran los lugares experimentales donde Dios probaba nuevas ideas y nuevas armas. Dios era el motor de la guerra, Dios estaba lleno de misericordia, y si no lo estuviera habría misericordia en el mundo y no sólo en él. Tenía sin embargo esperanzas Yehuda Amijai, en aquel tiempo todavía podía anunciar que era posible la redención de los pueblos por medio de la palabra: “Al este de las palabras está el desierto. Al oeste, el mar.”

    Y cuando visité el Portal donde había nacido el Niño Dios –la ciudad de Bethlem olía ese mediodía a peces descompuestos y bayetas impregnadas de gasolina–, mi agnosticismo se tambaleó unos instantes, hasta que percibí el temblor de la próxima contienda y la mentira política en las losas rociadas de pólvora. No, no fue grata la imagen de aquel Portal vacío y frío, donde se adivinaban las brechas que habían servido de cama a los bisoños soldados de Israel...

    Ya he dicho que yo me enamoraba de todas las muchachas que se subían a los autobuses de Bethlem y de Jerusalén. Me pregunto ahora si la causa de tanta belleza no sería acaso el insólito ardor con que eran besadas por aquellos hombres que se disponían a la guerra. Cada una de aquellas mujeres era una Jerusalén radiante, cada una de aquellas mujeres era una Bethlem herida. El aire estaba saturado de pesadillas y oraciones.

    Bethlem era en aquel invierno una ciudad tenebrosa, y la luz de su Portal, una granada a punto de explotar.




GIL Y CARRASCO EN DOS 'EPISODIOS' DE GALDÓS


      De lectura siempre agradable, los Episodios nacionales de Pérez Galdós resultan todavía hoy más amenos e instructivos que cualquiera de esas grandes novelas históricas modernas que nos sirven en el plato prefabricado de la literatura. En los relatos que integran la serie tercera, –Zumalacárregui, Mendizábal, De Oñate a La Granja, Luchana, La Campaña del Maestrazgo, La estafeta romántica, Vergara, Montes de Oca, Los ayacuchos y Bodas Realesrecrea don Benito la historia cultural y política española entre 1834 y 1846. Con razón se ha dicho que la evocación del movimiento romántico desempeña una función verdaderamente nuclear en la serie y se erige en uno de elementos de cohesión más perceptibles entre sus diez relatos.


    Pues bien: en La estafeta romántica andaba yo picoteando una tarde sonsa de otoño, cuando, de pronto, se me apareció nuestro mundialísimo berciano Enrique Gil y Carrasco. ¡Vaya, vaya! ¡Así que Enrique Gil convertido en personaje de una novela histórica...! ¡No sabía yo que...! Y debería haberlo sabido hace mucho tiempo. En fin, pasamos a veces por las novelas y relatos como gatos sobre berzas... Ya os cuento luego cómo y por qué se aparece don Enrique. Por cierto: ya es hora de que se borre de la imaginación de los bercianos y españoles en general ese rostro que anda por ahí, ese retrato que, apócrifo o no, nos pinta un Gil soñador casi calvo, más moreno que un cordobés de cortijo, antiestético, ¡muy poco romántico, hombre...! Porque según la pluma de Ferrer del Río, prestigioso hacedor de retratos en su época, don Enrique Gil se tocaba con una muy “rubia cabellera”, y sus ojos eran ¡azules! ¡A ver si de una vez nos lo pintan como es debido!

    El caso es que seguí zambulléndome en otros dos deliciosos episodios de la misma serie, Los ayacuchos y Bodas Reales, con la ilusión de que nuestro desgraciado poeta se apareciese una vez más. ¡Y así fue! ¡En Bodas reales! ¡Ahí sale otra vez! ¿Pero de qué manera? Veamos antes qué suerte en la vida le había tocado realmente a la persona de don Enrique Gil.


     El señor Picoche lo resumió muy bien: en septiembre de 1836, Gil, desobedeciendo al padre, decide abandonar la Universidad de Valladolid para probar suerte en Madrid, a ver si puede conquistar la gloria literaria. A su llegada a la capital, se hospeda en uno de los albergues de la calle de Segovia, de los más sucios e incómodos de la Corte. Se une enseguida a un pequeño grupo de escritores y artistas formado en torno al ínclito José de Espronceda. Es posible que le introdujera Miguel de los Santos Alvarez, condiscípulo suyo en Valladolid, que llegó a la Corte poco tiempo antes que Enrique Gil. Deseoso de ensanchar el círculo de sus relaciones, frecuenta las reuniones del Parnasillo, en el sombrío café del Príncipe. Allí pudo relacionarse con todas las personas que influirían sobre su carrera o su obra: el propio Espronceda, Ventura de la Vega, Patricio de la Escosura, Estébanez Calderón, Zorrilla, Campoamor, Rodríguez Rubí, García de Villalta... ¡Atención a esta figura: José García de Villalta, un buen amigo de Gil, al parecer! Tiene, pues, nuestro ambicioso poeta la satisfacción de mezclarse con los literatos de su tiempo, lo que no le evita grandes amarguras, pues apenas gana un duro: es todavía un perfecto desconocido, no publica nada. Y encima algunos de sus amigos –Espronceda, Villalta, Álvarez— son unos exaltados, unos libertinos y anticlericales que le inyectan la duda religiosa, y a punto estuvieron de corromperlo...

     En fin, a fines de 1836 y durante el año de 1837, ocurren en Madrid varios acontecimientos importantes. Unos son literarios, que vivirá con mucha emoción Gil y Carrasco (por ejemplo, el 19 de enero de 1837 se estrena Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch, drama que ejercerá gran influencia sobre la obra del berciano). Y otros serán románticamente trágicos: el 13 de febrero de 1837 el famoso Fígaro, el señor Larra, en un rapto de demencia -“¡por una mujer!, ¡en una época como la presente!”, dicen que exclamó muy afectado el general Luis Fernández de Córdoba-, se pega un tiro y se embarca para el otro mundo. Enrique Gil asiste al entierro con todos los miembros del Parnasillo, excepto Espronceda, que está enfermo. Apenas habían transcurrido unos cinco meses desde su llegada a Madrid...


    Esto es más o menos lo poco que sabemos sobre Gil y Carrasco durante ese periodo, hasta la primavera de 1837. No mucho más debía de saber de su sobresaltada vida el ilustre Pérez Galdós cuando se dispuso a redactar, sesenta y dos años después, en 1899, La estafeta romántica en forma epistolar. Era una distancia temporal más que suficiente para conferir la necesaria lucidez a su mirada, dotar de ironía y de humor su interpretación del romanticismo y los románticos, y de paso permitirse el lujo de cometer de vez en cuando algún anacronismo histórico. Lo cierto es que no se salió don Benito de los límites de la verosimilitud al situar a Gil en el centro del círculo de amigos de Espronceda y considerarle, junto al escritor sevillano José García de Villalta, como un buen ayudante de cámara (mortuoria), como uno de los más competentes de entre aquellos genios románticos para organizar con cierta prisa, lucimiento y fervor el entierro de Larra. Leamos el texto –el fragmento de una carta, la número once, supuestamente enviada por el poeta Miguel de los Santos Álvarez al protagonista de la novela, Fernando Calpena-- en el que se describe la escena y funciones de Enrique Gil:

Supe yo la muerte de Larra al día siguiente del suceso, o sea, el 14 de Febrero. Fui a verle con otros amigos a la bóveda de Santiago, donde habían puesto el cadáver [...] En fin, querido Fernando, suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca... [...] No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado. Eso pensaba yo, y salí, como te digo, suspirando, y me fui a ver a Pepe Espronceda, que estaba en cama con reuma articular, que le tenía en un grito. ¡Pobre Pepe! Entré en su alcoba, y le hallé casi desvanecido en la butaca, acompañado de Villalta y Enrique Gil, que acababan de darle la noticia. El estado de ánimo del gran poeta no era el más a propósito para emociones muy vivas, pues a más de la dolencia que le postraba, había sufrido el cruel desengaño que acibaró lo restante de su vida. Ignoro si sabes que Teresa le abandonó hace dos meses. Sí, hombre, y... En fin, que esto no hace al caso. Gran fortuna ha sido para las letras patrias que Pepe no haya incurrido en la desesperación y demencia del pobre Larra. [...]  Senteme a su lado, y hablamos del pobre muerto. En un arranque de suprema tristeza vi llorar a Espronceda; luego se rehízo, trayendo a su memoria y a la de los tres allí presentes los donaires amargos del Pobrecito hablador, el romanticismo caballeresco del Doncel, y el conceptismo lúgubre de El día de Difuntos. También hablaron de ella, y tal y qué sé yo, diciendo cosas que no reproduzco por creerlas impropias de la gravedad de la Historia. Villalta y Enrique Gil se fueron, porque tenían que dar infinitos pasos para organizar el entierro de Fígaro con el mayor lucimiento posible, y me quedé solo con el poeta, el cual, de improviso, dio un fuerte golpe en el brazo del sillón, diciendo: «¡Qué demonio! Ha hecho bien». Yo rebatí esta insana idea como pude, y para distraerle recité versos, de los cuales ningún caso hacía. A media tarde entró de nuevo Villalta con Ferrer del Río y Pepe Díaz. Espronceda sintió frío y se metió en la cama. Yo, caviloso y cejijunto, hacía mis cálculos para ver de dónde sacaría la ropa de luto que necesitaba para el entierro...

    Así nos presenta a Gil el que fuera en la realidad amigo suyo Miguel de los Santos Álvarez --que entonces componía versos en la línea de Espronceda--, en esa carta tan bien redactada aunque sea apócrifa, pues más adelante se descubre que no ha sido Miguel quien la ha escrito... Bueno, a lo que nos importa aquí: llama la atención que Galdós haya imaginado que fuera Gil y Carrasco el primero en correr hasta la habitación donde se reponía Espronceda de su enfermedad para notificarle el suicidio del grandísimo Larra. ¿Por qué Gil, señor Galdós? Y no sólo eso, sino que lo encargase también de organizar el sepelio del suicida.


   Enrique Gil, Gil y Carrasco, la persona y el personaje: ambos estaban destinados, en la vida y en la ficción, a jugársela muy pronto con las carambolas del suicidio y los dados de la muerte. ¿Acaso ignoraba Galdós las tentaciones suicidas que había sufrido Enrique Gil? ¿No había leído su poema en prosa Anochecer en San Antonio de la Florida? ¿Y acaso ignoraba Galdós que, pocos meses después del entierro de Larra, Gil recibía la noticia de la muerte de su padre (en septiembre), la de su íntimo amigo Guillermo Baylina (en octubre), y la de su amada del alma Juana Baylina (en noviembre)? O tal vez por eso mismo quiso Galdós dejarlo retratado así, en esa escena diseñada con los colores del suicidio y de la muerte.

    A raíz de la muerte de Juana Baylina compone Gil Una gota de rocío, que es leída en diciembre por Espronceda en el Liceo, recibe grandes aplausos... y será el comienzo de una brillante y brevísima carrera literaria... “Era moda entonces morirse en la flor de la edad, tomando posturas de fúnebre elegancia. Habíamos convenido en que seríamos más bellos cuanto más demacrados y entre las distintas vanidades de aquel tiempo no era la más floja la de un fallecimiento poético, seguido de inhumación al pie de un ciprés de verdinegro y puntiagudo ramaje.” Sólo que Gil atrapará una real tuberculosis que lo estrangulará nueve años después.

     En 1843 se halla en la plenitud de su carrera. Es uno de los más famosos críticos literarios del país. Asiste a los estrenos teatrales para luego reseñar con maestría algunas piezas dramáticas en el periódico donde se gana la vida. Es posible que llegara a constituirse en uno de los más apreciados mentores de los elegantes caballeros y bellísimas damas maduras de la alta sociedad que amaban y se amaban en los lóbregos teatros madrileños. No es improbable. Y así debió de pensarlo Galdós cuando en el capítulo quince de Bodas reales –cuya acción se sitúa en Madrid en los días previos a la boda de Isabel II con Francisco de Paula-- metió en una escena muy teatralera y romántica a don Enrique Gil codeándose con animadísimas señoras viudas a las que ofrece entradas de palco para que aplaudan a rabiar la obrita que van a contemplar en el teatro de Variedades. He aquí el texto:

Entre los muchachos que solían ir a la tertulia de la viuda de Navarro, descollaban: Rubí, que de autor de piececillas andaluzas había subido a la jerarquía de dramaturgo famoso; Campoamor, ya célebre como lírico de mucho aquel; Navarrete, escritor de costumbres, y Enrique Gil, poeta y crítico. Íntimos de este eran los Asquerinos, dos hermanos muy simpáticos que hacían dramas. Anunciábase uno de Eusebio en el teatro de Variedades, con el título un tanto estrambótico y trabalenguas de Obrar cual noble con celos, y Jenara alcanzó de Enrique Gil el obsequio de dos palcos para el estreno, comprometiéndose a ejercer de alabarda  toda la noche con sus amigos hasta sacar a flote el drama, cualquiera que fuese su mérito. Uno de los palcos ocuparíalo la viuda; el otro sería remitido de parte del autor a unas damas andaluzas que infaliblemente invitarían a sus habituados Terry y Alejandro Llorente, a la sazón inseparables. Una vez colocado a tiro hecho el galán esquivo, Jenara le saludaría, llamándole a su palco para decirle dos palabras, y en el acto, con hábil maniobra, se efectuaría la tangencia de aquellos dos planetas de amor, que andaban despavoridos por los cielos buscando un punto en que juntar sus órbitas. Pero el drama, anunciado con tanto bombo, Obrar cual noble con celos, no llegó a representarse, y el plan quedó diferido en los propios términos para el estreno del drama de Valladares y Saavedra, Para un traidor un leal y Juicios de Dios, en el mismo teatro de Variedades...




IDEAL REPUBLICANO


   Hasta los pueblos más remotos del Noroeste Atlántico llegaban los ecos de las bombas que hacían estallar en la Ciudad Condal las hordas terroristas. Ponferrada era entonces una urbe de cuatro barriadas y más de ochocientas casas cubiertas de pizarra azul.

    Un lluvioso anochecer de abril, un hombre corpulento, de barba plateada y ojos de búho, apareció en la taberna más anticlerical del barrio de la Puebla, la taberna del Caimán. Para no despertar suspicacias entre los rudos parroquianos, se presentó con el nombre simple de Ubaldo. Y con el aplomo de un coronel de Caballería declaró que había venido a Ponferrada con la intención de “informar sobre la causa republicana a los jornaleros de mi pueblo.” Fue el Caimán el primero que insinuó la posibilidad de que aquel pajarraco acaso fuera uno de los terroristas que habían asesinado unos días antes en Lisboa al rey de Portugal.

-Soy uno de los más viejos afiliados en el Partido Republicano-, les dijo.


    Y sacó luego del bolsillo de su chaqueta de pana negra un extracto del famoso discurso que había pronunciado unos días antes en Madrid el ilustre escritor don Benito Pérez Galdós, y les leyó con voz solemne: 

-Juntos vamos a la batida del desmandado clericalismo. Aspiramos a la extinción de esta langosta que invade el suelo y el aire y lo mismo devora la materia que el espíritu. Aspiramos a la total desinfección de nuestro país, ahuyentando esa siniestra nube de parásitos de diente voraz y aterrador zumbido. Queremos la desaparición del fraile...

   Al día siguiente se le vio platicando con los obreros de la fábrica de luz y con los trabajadores de las fábricas de curtidos, de chocolate y de jabón.

-Ponferrada, el Bierzo, España entera, están cuajados de caciques... La reina Victoria ha dado a luz un varón hemofílico. El Gobierno de Maura ha suspendido las garantías constitucionales... Está próximo el día de la batalla. ¡Inyectaos, amigos, del Ideal Republicano!

    Algunos incrédulos contaron luego que aquel hombre les había regalado un librazo que llevaba por título El Lobumano, una novela sociológica incendiaria que no se atreverían a leer en público jamás.

    El sargento de la Guardia Civil iba a enterarse esa misma noche de quién coños era aquel viejo republicano de mierda que había tenido los huevos de presentarse en la ciudad con el ánimo de agitar las tranquilas conciencias de sus honrados trabajadores.

Nombre y apellidos: -Ubaldo Romero Quiñones
Lugar de nacimiento: -Ponferrada
Profesión: -Asalariado de la Literatura y Soldado de la Democracia.