Íbamos Truquiño y yo la tarde del jueves –tarde de total
vagabundaje- por la orilla occidental de la ciudad, bien despacito, hacia el
encuentro del crepúsculo con aquellos bares y azoteas... Todo parecía de un
optimismo estructural.
Y paseábamos tocando temas como la extravagancia espiritual de quienes pasan
peregrinando en dromedario... o el alivio que a esas horas regalan las rosas y
las hiedras en nuestros barrios obreros...
De repente salió de una taberna, chupando un descomunal helado de botillo,
¡¡¡don Santiago Velasco!!!¿Pero qué hace este hombre por aquí?
Se había escapado de un cuento de Pereira...
–¡¡¡Ando buscando otro final para mi cuento!!! ¡¡¡Este barrio huele a
África!!!– repetía el viejo hipocondríaco una y otra vez desde el parapeto de
su barba vikinga.
La ciudad se había protegido del sol arrasador, y la cerveza que iba
atolondrándonos y qué gusto oír hablar al doctor Velasco sobre sus viajes por
las costas del Báltico, de Cuatrovientos a la ciudad de Danzig habrá unos dos
mil kilómetros, y un tinto del Bierzo y un poema de Andrew Motion tocado con
cornamusa galesa te llevan de la mano hasta una aldea de Austria y allí nos
enredaríamos con sus saladas princesas...
Y fue entonces el anochecer un rodaballo azul. No sabría deciros cuántas jarras
de cerveza cayeron, pero qué delicia celebrar con este personaje nuestro
optimismo surrexistencial por los bares de Cuatrovientos hasta las tantas...
(texto escrito hará unos diez años, siempre por el aura del maestro)
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