De lectura
siempre agradable, los Episodios nacionales de Pérez Galdós resultan todavía
hoy más amenos e instructivos que cualquiera de esas grandes novelas históricas
modernas que nos sirven en el plato prefabricado de la literatura. En los
relatos que integran la serie tercera, –Zumalacárregui, Mendizábal,
De Oñate a La Granja, Luchana, La Campaña del Maestrazgo, La estafeta romántica, Vergara, Montes
de Oca, Los ayacuchos y Bodas Reales— recrea
don Benito la historia cultural y política española entre 1834 y 1846. Con
razón se ha dicho que la evocación del movimiento romántico desempeña una
función verdaderamente nuclear en la serie y se erige en uno de elementos de
cohesión más perceptibles entre sus diez relatos.
Pues bien:
en La estafeta romántica andaba yo picoteando una tarde sonsa de otoño, cuando, de pronto, se me apareció nuestro mundialísimo berciano Enrique Gil y
Carrasco. ¡Vaya, vaya! ¡Así que Enrique Gil convertido en personaje de una
novela histórica...! ¡No sabía yo que...! Y debería haberlo sabido hace mucho
tiempo. En fin, pasamos a veces por las novelas y relatos como gatos sobre
berzas... Ya os cuento luego cómo y por qué se aparece don Enrique. Por cierto:
ya es hora de que se borre de la imaginación de los bercianos y españoles en
general ese rostro que anda por ahí, ese retrato que, apócrifo o no, nos pinta
un Gil soñador casi calvo, más moreno que un cordobés de cortijo, antiestético,
¡muy poco romántico, hombre...! Porque según la pluma de Ferrer del Río,
prestigioso hacedor de retratos en su época, don Enrique Gil se tocaba con una
muy “rubia cabellera”, y sus ojos eran ¡azules! ¡A ver si de una vez nos lo
pintan como es debido!
El caso es
que seguí zambulléndome en otros dos deliciosos episodios de la misma serie, Los
ayacuchos y Bodas Reales, con la
ilusión de que nuestro desgraciado poeta se apareciese una vez más. ¡Y
así fue! ¡En Bodas reales! ¡Ahí sale otra vez! ¿Pero de qué manera? Veamos
antes qué suerte en la vida le había tocado realmente a la persona de don
Enrique Gil.
El señor
Picoche lo resumió muy bien: en septiembre de 1836, Gil, desobedeciendo al
padre, decide abandonar la
Universidad de Valladolid para probar suerte en Madrid, a ver
si puede conquistar la gloria literaria. A su llegada a la capital, se hospeda
en uno de los albergues de la calle de Segovia, de los más sucios e incómodos de
la Corte. Se
une enseguida a un pequeño grupo de escritores y artistas formado en torno al
ínclito José de Espronceda. Es posible que le introdujera Miguel de los Santos
Alvarez, condiscípulo suyo en Valladolid, que llegó a la Corte poco tiempo antes que
Enrique Gil. Deseoso de ensanchar el círculo de sus relaciones, frecuenta las
reuniones del Parnasillo, en el sombrío café del Príncipe. Allí pudo
relacionarse con todas las personas que influirían sobre su carrera o su obra:
el propio Espronceda, Ventura de la
Vega , Patricio de la Escosura , Estébanez Calderón, Zorrilla,
Campoamor, Rodríguez Rubí, García de Villalta... ¡Atención a esta figura: José
García de Villalta, un buen amigo de Gil, al parecer! Tiene, pues, nuestro
ambicioso poeta la satisfacción de mezclarse con los literatos de su tiempo, lo
que no le evita grandes amarguras, pues apenas gana un duro: es todavía un
perfecto desconocido, no publica nada. Y encima algunos de sus amigos
–Espronceda, Villalta, Álvarez— son unos exaltados, unos libertinos y
anticlericales que le inyectan la duda religiosa, y a punto estuvieron de
corromperlo...
En fin, a
fines de 1836 y durante el año de 1837, ocurren en Madrid varios
acontecimientos importantes. Unos son literarios, que vivirá con mucha emoción
Gil y Carrasco (por ejemplo, el 19 de enero de 1837 se estrena Los amantes de
Teruel, de Hartzenbusch, drama que ejercerá gran influencia sobre la obra del
berciano). Y otros serán románticamente trágicos: el 13 de febrero de 1837 el
famoso Fígaro, el señor Larra, en un rapto de demencia -“¡por una mujer!, ¡en
una época como la presente!”, dicen que exclamó muy afectado el general Luis
Fernández de Córdoba-, se pega un tiro y se embarca para el otro mundo.
Enrique Gil asiste al entierro con todos los miembros del Parnasillo, excepto
Espronceda, que está enfermo. Apenas habían transcurrido unos cinco meses desde
su llegada a Madrid...
Esto es más
o menos lo poco que sabemos sobre Gil y Carrasco durante ese periodo, hasta la
primavera de 1837. No mucho más debía de saber de su sobresaltada vida el
ilustre Pérez Galdós cuando se dispuso a redactar, sesenta y dos años después,
en 1899, La estafeta romántica en forma epistolar. Era una distancia temporal
más que suficiente para conferir la necesaria lucidez a su mirada, dotar de
ironía y de humor su interpretación del romanticismo y los románticos, y de
paso permitirse el lujo de cometer de vez en cuando algún anacronismo
histórico. Lo cierto es que no se salió don Benito de los límites de la
verosimilitud al situar a Gil en el centro del círculo de amigos de Espronceda
y considerarle, junto al escritor sevillano José García de Villalta, como un
buen ayudante de cámara (mortuoria), como uno de los más competentes de entre aquellos
genios románticos para organizar con cierta prisa, lucimiento y fervor el
entierro de Larra. Leamos el texto –el fragmento de una carta, la número once,
supuestamente enviada por el poeta Miguel de los Santos Álvarez al protagonista
de la novela, Fernando Calpena-- en el que se describe la escena y funciones de
Enrique Gil:
Supe yo la muerte de Larra al
día siguiente del suceso, o sea, el 14 de Febrero. Fui a verle con otros amigos
a la bóveda de Santiago, donde habían puesto el cadáver [...] En fin, querido
Fernando, suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el
rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca...
[...] No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los
veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado. Eso pensaba yo,
y salí, como te digo, suspirando, y me fui a ver a Pepe Espronceda, que estaba
en cama con reuma articular, que le tenía en un grito. ¡Pobre Pepe! Entré en su
alcoba, y le hallé casi desvanecido en la butaca, acompañado de Villalta y Enrique
Gil, que acababan de darle la noticia. El estado de ánimo del gran poeta no era
el más a propósito para emociones muy vivas, pues a más de la dolencia que le
postraba, había sufrido el cruel desengaño que acibaró lo restante de su vida.
Ignoro si sabes que Teresa le abandonó hace dos meses. Sí, hombre, y... En fin,
que esto no hace al caso. Gran fortuna ha sido para las letras patrias que Pepe
no haya incurrido en la desesperación y demencia del pobre Larra. [...] Senteme a su lado, y hablamos del pobre
muerto. En un arranque de suprema tristeza vi llorar a Espronceda; luego se rehízo,
trayendo a su memoria y a la de los tres allí presentes los donaires amargos
del Pobrecito hablador, el romanticismo caballeresco del Doncel, y el
conceptismo lúgubre de El día de Difuntos. También hablaron de ella, y tal y qué
sé yo, diciendo cosas que no reproduzco por creerlas impropias de la gravedad
de la Historia.
Villalta y Enrique Gil se fueron, porque tenían que dar
infinitos pasos para organizar el entierro de Fígaro con el mayor lucimiento
posible, y me quedé solo con el poeta, el cual, de improviso, dio un fuerte
golpe en el brazo del sillón, diciendo: «¡Qué demonio! Ha hecho bien». Yo
rebatí esta insana idea como pude, y para distraerle recité versos, de los
cuales ningún caso hacía. A media tarde entró de nuevo Villalta con Ferrer del
Río y Pepe Díaz. Espronceda sintió frío y se metió en la cama. Yo, caviloso y
cejijunto, hacía mis cálculos para ver de dónde sacaría la ropa de luto que
necesitaba para el entierro...
Así nos
presenta a Gil el que fuera en la realidad amigo suyo Miguel de los Santos Álvarez
--que entonces componía versos en la línea de Espronceda--, en esa carta tan
bien redactada aunque sea apócrifa, pues más adelante se descubre que no ha
sido Miguel quien la ha escrito... Bueno, a lo que nos importa aquí: llama la
atención que Galdós haya imaginado que fuera Gil y Carrasco el primero en
correr hasta la habitación donde se reponía Espronceda de su enfermedad para
notificarle el suicidio del grandísimo Larra. ¿Por qué Gil, señor Galdós? Y no
sólo eso, sino que lo encargase también de organizar el sepelio del suicida.
Enrique
Gil, Gil y Carrasco, la persona y el personaje: ambos estaban destinados, en la
vida y en la ficción, a jugársela muy pronto con las carambolas del suicidio y
los dados de la muerte. ¿Acaso ignoraba Galdós las tentaciones suicidas que
había sufrido Enrique Gil? ¿No había leído su poema en prosa Anochecer en San
Antonio de la Florida ?
¿Y acaso ignoraba Galdós que, pocos meses después del entierro de Larra, Gil
recibía la noticia de la muerte de su padre (en septiembre), la de su íntimo
amigo Guillermo Baylina (en octubre), y la de su amada del alma Juana Baylina
(en noviembre)? O tal vez por eso mismo quiso Galdós dejarlo retratado así, en
esa escena diseñada con los colores del suicidio y de la muerte.
A raíz de
la muerte de Juana Baylina compone Gil Una gota de rocío, que es leída en
diciembre por Espronceda en el Liceo, recibe grandes aplausos... y será el
comienzo de una brillante y brevísima carrera literaria... “Era moda entonces
morirse en la flor de la edad, tomando posturas de fúnebre elegancia. Habíamos
convenido en que seríamos más bellos cuanto más demacrados y entre las
distintas vanidades de aquel tiempo no era la más floja la de un fallecimiento
poético, seguido de inhumación al pie de un ciprés de verdinegro y puntiagudo
ramaje.” Sólo que Gil atrapará una real tuberculosis que lo estrangulará nueve
años después.
En 1843 se
halla en la plenitud de su carrera. Es uno de los más famosos críticos
literarios del país. Asiste a los estrenos teatrales para luego reseñar con
maestría algunas piezas dramáticas en el periódico donde se gana la vida. Es
posible que llegara a constituirse en uno de los más apreciados mentores de los
elegantes caballeros y bellísimas damas maduras de la alta sociedad que amaban
y se amaban en los lóbregos teatros madrileños. No es improbable. Y así debió
de pensarlo Galdós cuando en el capítulo quince de Bodas reales –cuya acción se
sitúa en Madrid en los días previos a la boda de Isabel II con Francisco de
Paula-- metió en una escena muy teatralera y romántica a don Enrique Gil codeándose
con animadísimas señoras viudas a las que ofrece entradas de palco para que
aplaudan a rabiar la obrita que van a contemplar en el teatro de Variedades. He
aquí el texto:
Entre los muchachos que solían ir a la tertulia de la viuda
de Navarro, descollaban: Rubí, que de autor de piececillas andaluzas había
subido a la jerarquía de dramaturgo famoso; Campoamor, ya célebre como lírico
de mucho aquel; Navarrete, escritor de costumbres, y Enrique Gil, poeta y
crítico. Íntimos de este eran los Asquerinos, dos hermanos muy simpáticos que
hacían dramas. Anunciábase uno de Eusebio en el teatro de Variedades, con el
título un tanto estrambótico y trabalenguas de Obrar cual noble con celos, y
Jenara alcanzó de Enrique Gil el obsequio de dos palcos para el estreno,
comprometiéndose a ejercer de alabarda toda la noche con sus amigos hasta
sacar a flote el drama, cualquiera que fuese su mérito. Uno de los palcos
ocuparíalo la viuda; el otro sería remitido de parte del autor a unas damas
andaluzas que infaliblemente invitarían a sus habituados Terry y Alejandro
Llorente, a la sazón inseparables. Una vez colocado a tiro hecho el galán
esquivo, Jenara le saludaría, llamándole a su palco para decirle dos palabras,
y en el acto, con hábil maniobra, se efectuaría la tangencia de aquellos dos
planetas de amor, que andaban despavoridos por los cielos buscando un punto en
que juntar sus órbitas. Pero el drama, anunciado con tanto bombo, Obrar cual
noble con celos, no llegó a representarse, y el plan quedó diferido en los
propios términos para el estreno del drama de Valladares y Saavedra, Para un
traidor un leal y Juicios de Dios, en el mismo teatro de Variedades...
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