Muchas
veces me he perdido por ese lugar. Hablo de ese paseo fluvial de
Ponferrada que con el Sil se abre bajo el puente Cubelos, pasa bajo el puente
de García Ojeda y se pierde unos metros más allá del puente del Ferrocarril...
Por ahí paseaba
la otra tarde pensando a ratos en la cantidad de enfermos mentales que habrá en
la ciudad... Pasó un tren de mercancías, y se estremeció el arco del puente, y
el Sil fue entonces una negra superficie congelada. Comenzó a llover. Y el resto del paisaje
recién agitado –los colores cardinales, la hierba, los sonidos– me pareció de
pronto la estructura de un sentimiento panteísta muy profundo, un viaje a un
mundo intacto donde el agua es sólo rumor de agua y los árboles y arbustos se
mecen más cerca de los ojos y nos dan la mano y nos hablan como verdaderos
vegetales.
Al otro
lado del río, cerca de la esclusa, había un grupo de adolescentes amontonados
sobre las piedras, tal vez los mismos que han pintado que los policías son unos
fascistas y esos grafitos imponentes que luego grabarán en el pubis de sus
novias. Los estaba vigilando un muchacho sentado en una silla de ruedas.
Pasó otro
tren, chirriaron las ruedas sobre las cabezas de quienes estábamos de pie bajo
el arco, la ciudad de ahí arriba había desparecido con el fragor y la lluvia. Y
entonces me acordé de Igual que los perros, el relato que una noche de
octubre escuchara Dylan Thomas bajo la bóveda de un puente del ferrocarril, una
historia bastante desagradable, en la que dos hermanos, enloquecidos una vez
por el deseo sexual que tuvieron de dos jóvenes hermanas, equivocan sus
parejas, descarrilan en su vida conyugal, y ya no pueden soportar la noche en
casa sino debajo de los puentes.
Y marché de allí pensando en la cantidad
de dementes que habrá en esta ciudad, y que cualquier día a lo mejor también
ellos se deciden a pasar las noches del resto de sus vidas debajo de estos
puentes.
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