Hay quien dice que está ciego, que sólo sale de casa los días de mercado. Se coloca ahí, a la vera del
parque, de espaldas al Sil, y con su gorra de ferroviario ruso parece un
personaje... Deja su carrito aparcado junto a ese platanero, prende fuego en un bidón, extiende sus ristras de ajos, pimientos, puerros,
cebolletas, guindillas... y a esperar.
Hoy también me detuve a conversar un rato con él. Hablábamos de cómo era ese
paisaje de río y arrabal cuando él era joven... Y de repente Ponferrada se me transfiguró
en un hermoso parque de los suburbios de Mélikhovo, esa ciudad al sur de Moscú
por la que solía perderse Chéjov, ya tuberculoso, ensoñando El jardín de los
cerezos y otras fantasías pequeño-burguesas. “Cada persona, mientras vive,
debe construir una escuela, cavar un pozo de agua, plantar un árbol o hacer
algo de este tipo para que la vida no pase y se vaya sin dejar huella”.
Eso
decía Chéjov, cuyos cuentos me gusta tanto leer cada vez que el martillo del
invierno comienza a golpearnos... No sé, nunca he estado en Mélikhovo, ni en ninguna
otra ciudad rusa, pero presiento que hoy en Mélikhovo la vida podría pasar como
en un cuento de Chéjov...
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