Pensé entonces en el año que se nos va. Y con el ánimo revuelto de nostalgia me fui a la estación de ferrocarril...
En el vestíbulo había un viejo chiflado
con bigote, boina negra y una mochila al hombro que no paraba de gritar: “¡Para
llegar a los setenta como yo, hacen falta unos cojones así!” Sus dientes carcomidos
amenazaban con echarse a rodar por los aires... Tuve el presentimiento de que
no llegaría muy lejos.
Apareció luego otro hombre en la cantina,
un tipo que vestía una cazadora verde de domingo y miraba componiendo raros
visajes. Sobre la frente le caía un flequillo de niño de barrio proletario y
andaba como de puntillas. Se colocó frente al viejo de la mochila y comenzó a
sonreírle... Por la mueca inocente de su boca y aquella apostura temeraria
intuí que se trataba de un retrasado mental.
Anunciaron la llegada del tren expreso
procedente de Galicia. Y salté al andén para ver surgir su rostro bajo el
puente.
Entró el tren en la estación, chirriaron
los frenos y advertí entonces que a mi lado se había puesto el retrasado
mental. Tenía los ojos llenos de súplicas... Y los dos fuimos testigos de cómo
aquel viejo loco se subía al vagón de cola gritando su jocosa oración contra
los cielos.
Y allí seguimos esperando, hasta que sonó
la campana y el retrasado mental comenzó a decir adiós con sus dos manos como
quien se despide por última vez del mar... Y el tren desapareció de nuestra
vista entre las fauces de la niebla.
Y quiso el azar que de nuevo nuestras
miradas chocasen, pues tal vez ambos habíamos dicho adiós a las mismas cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario