El Rañadero es una travesía un
poco esotérica, con música de lunas menguantes y un misterio de sesenta y seis
peldaños. Desde el Rañadero hay madrugadas en que se vislumbra la Ponferrada terrible,
inocente, profunda y golfa que tú y yo tanto amamos. Muchas noches nubladas he andado por el Rañadero buscando algo que en verano es una verdadera gacela y en invierno una verdadera vaca. En la
cartografía de sus calles es como una caricia que enternece al más
malvado de los ciudadanos. Desde el Rañadero se atisba a noches el rostro
bellísimo de esa mestiza grande, sádica, dulce y cachonda que es Ponferrada.
Por el
Rañadero ronronean treinta y ocho gatos negros brillantes y muy ácratas.
Esculpidos con muchísimo arte, tienen pinta de haber venido de muy lejos, como
de las costas gallegas. A uno le es ya imposible subir o bajar esos peldaños
sin reparar en el alto imperio de esos treinta y ocho gatos que cada madrugada
consuman su delirio oriental.
Hay también en el Rañadero una
buhardilla con enigma que nadie ha querido aclararme. Y creo que es la única
calle donde podrían tomar a gusto la sombra los sesenta y pico mil gnomos que
sostienen esta ciudad. Subiendo el Rañadero, ebrio ya de tantos eclipses, me
paro a veces a escuchar sus voces que llegan de más allá, de una lejanía de
sótanos y grutas inverosímiles. Y en una lengua mínima y suburbial, me cuentan
esos duendes de la
Ponferrada de los cocainómanos y las putas y los tahúres, de
los traficantes del dolor y tantos cabrones desguazados que todavía conservan
suficientes energías para atormentar las noches adolescentes.
Es el Rañadero uno de los
pocos callejones, quizá el único, donde DIOS ES NEGRA. Por esta travesía se
posan los indecisos como amapolas muertas. En el Rañadero yo creo que se podría
abrir una ventana a la historia regional de nuestra infamia. Cuando llega el
verano huele por esta calleja a palomas desbocadas y a condones y a desamores
pudriéndose en las alcantarillas. Y sólo sobre estos peldaños es
posible recordar aquellos versos que redactó Rimbaud durante su larga temporada
en el infierno: «Y a la aurora, armados de ardiente soberbia, entraremos en la
espléndida ciudad».
Las escamas
del tiempo se desintegran en este callejón y el cielo de Ponferrada cuesta aquí
demasiados lamentos cuando huyen los pájaros y alguien nos falta. Pero yo sé
que nunca dejarán de asombrarnos los sesenta y seis peldaños del Rañadero, que
nunca cesarán de jugar por esta escalinata los niños de los domingos.
Hay que
tener huevos para rondar a ciertas horas la calle del Rañadero. Por esos
peldaños se encuentra de todo: cabellos de mujeres morenas, ocas
ensangrentadas, una isla desnuda, nenúfares pringados de cocaína...
Conozco a mucha gente cuyo
único refugio es el callejón del Rañadero.
***[Un poco más largo salió en Negrísima y Almendros, hace años]
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