No suelen
ocupar las setas amplios espacios en los bosques de la literatura. Lorca, en
‘El rey de Harlem’ de su Poeta en Nueva York, nos dibujó un ‘viejo
cubierto de setas’ que iba a donde lloraban los negros ‘mientras crujía la
cuchara del rey y llegaban los tanques de agua podrida’.
Son aún más raras las
aventuras amorosas entre los hongos, las seducciones de jóvenes o adultos que
van a buscar setas y huelen por primera y última vez el misterio del musgo y la
madera. Hay en Anna Karénina una escena de erotismo entre las setas
que cada vez que la leo por estos días de noviembre me conmueve...
Es una
tarde de sol y atonía otoñal en los linderos de un bosque de abedules y
Varenka, con su cesta bajo el brazo, con su toquilla blanca sobre sus negros
cabellos, está visiblemente emocionada ante la posibilidad de que el hombre que
la acompaña, Sergio Ivanovich, le pida su mano. Pasean los dos entre niños y
hongos, entre rúsulas minúsculas, setas de pie azul, de pie violeta y boletos
blancos. El rubor y los ojos 'caídos' de Varenka delatan la fuerte
agitación que la consume...
...Se han alejado de los niños, han quedado al
fin solos. Y cuando él se ha decidido ya a declararse, sucede que por una
extraña asociación de ideas –¿o acaso por influjo de los hongos?–, en lugar de
decirle lo que piensa, le pregunta:
–¿Qué diferencia hay entre el boleto blanco y el boleto
áspero?
Los labios de Varenka
tiemblan de emoción al contestarle:
–La cabeza no difiere apenas, pero el tallo sí.
Y es entonces
cuando ambos comprenden, y con resignación aceptan, que todo ha
terminado, que el ‘momento’ ha pasado, que lo que debía haberse dicho no se
dirá ya nunca.
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